El Liberalismo Económico en 10 Principios

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Subdirector de la Maestría en Economía y Ciencias Políticas en ESEADE.

*Texto completo y original del ensayo premiado en el 12° Concurso de Ensayos organizado por Caminos de Libertad, del Grupo Salinas, México.

A menudo dejamos que la palabra liberalismo la definan quienes, en realidad, solo buscan denigrarlo. Así, se asocia liberalismo a “neoliberalismo” o a “teoría del derrame”, como si esta filosofía del ser humano fuera, o bien una teoría preocupada específicamente por que los números cierren, con una desatención total a las necesidades de los vulnerables, o bien una simple excusa para beneficiar a los ricos.

Agregarle el prefijo “neo” a la palabra liberalismo es un intento, bastante exitoso a juzgar por lo que sucede en la mayoría de los medios de comunicación, para desprestigiar a las ideas de la libertad. En el fondo, la libertad es deseada por todo ser humano para su vida personal, por lo que no quedaría bien atacarla con “los tapones de punta”. Es por ello que se la desfigura, buscando vaciarla de sentido y asociarla, básicamente, a cualquier barbarie social que el expositor pretenda en ese momento.

Obviamente, no hay muchos casos de intelectuales que se definan neoliberales, ni libros u obras que puedan explicar el neoliberalismo de manera sistemática. Cuando los detractores hablan de neoliberalismo, en realidad solo buscan atacar al liberalismo, pero sin hacerlo de manera directa, puesto que perderían a gran parte de la audiencia. La asociación inmediata de liberalismo con libertad ya le da ventaja a este ideario.

Por teoría del derrame se entiende un supuesto método de crecimiento económico en donde, gracias a que los ricos acumulan cada vez más riquezas, pueden destinar parte de ellas a atender a otros individuos en la sociedad. El derrame se daría porque los ricos entregan “sus migajas” a los más pobres.

Nuevamente, será difícil para el investigador encontrar alguna obra que defienda tal teoría. El liberalismo comprende que la riqueza se genera de manera mutua cuando ocurren los intercambios libres. La persona que ofrece un servicio se beneficia cuando le pagan por él, al tiempo que quien pagó se beneficia por recibir el servicio. No hay beneficencia ni migajas, sino el simple mejoramiento de la sociedad a través de los acuerdos mutuos.

A raíz de estas confusiones, y otras muchas que suelen circular en torno a lo que es el liberalismo como filosofía moral, teoría política y – tal vez su veta más reconocida- el aspecto económico, es que creo de vital importancia ofrecer una obra que explique claramente de qué hablamos cuando hablamos de liberalismo.

Seguramente quien mejor definición haya dado del liberalismo como un todo, como una filosofía global de la acción humana, sea Alberto Benegas Lynch (h), quien propuso que éste no es más que “el respeto irrestricto del proyecto de vida de los otros”.

Esta definición puede emplearse en todo los ámbitos. En la economía, respetarás a tu prójimo incluso cuando éste desee viajar en Uber y no en los taxis gubernamentalmente avalados. Respetarás a tu prójimo incluso cuando éste sea miembro de un partido político distinto al tuyo y sus ideas te parezcan abominables. Respetarás a tu prójimo incluso cuando no compartas sus preferencias amorosas. El liberalismo como respeto del proyecto de los demás tiene múltiples aplicaciones y es un punto de partida vital para comprender las ideas de la libertad.

En este breve ensayo, mi objetivo es más concreto. Intentaré definir al liberalismo solamente en su aspecto económico. Es decir, en aquellas relaciones mutuas que se dan en el ámbito del mercado, sea éste local o internacional. Comercio, producción, dinero, inflación, impuestos, gasto. Todos estos conceptos estarán incluidos en los que sigue a continuación, desde una perspectiva liberal.

El objetivo es definir al liberalismo económico en 10 principios ampliamente aceptados. De manera que cuando el lector quiera entender de qué se trata la teoría liberal aplicada a la economía, podrá encontrar aquí una pormenorizada y bien desarrollada definición.

Espero que esta guía de diez principios pueda echar luz sobre el debate acerca de qué y qué no es la libertad económica, así contribuimos a aclarar las cosas en el debate público, y nuestros detractores dejan de utilizar hombres de paja para desprestigiar el sistema que más progreso le ha traído a la humanidad.

Comencemos.

Primer principio: El valor es subjetivo

¿Por qué paga Paris Hilton por un vestido lo mismo que cualquier de nosotros paga por un auto? ¿Por qué algunos prefieren ir al cine mientras que otros, por el mismo dinero, eligen ir a comer comida oriental? ¿Por qué hay mercado para todas esas cosas tan distintas?

Una de las más importantes contribuciones de la teoría económica moderna es que el valor de las cosas no depende de las características físicas del bien, de la cantidad de trabajo incorporado o del enorme esfuerzo puesto en fabricarlo, sino de lo mucho que el comprador lo valora.

Las grandes estrellas de Hollywood suelen ir a la noche de los Oscars con elegantísimos trajes que cuestan miles de dólares. Sin embargo, a la vuelta de nuestra casa podemos encontrar vestimentas similares por una fracción de su precio. Las telas son las mismas, los diseños parecidos: ¿dónde está la diferencia?

La diferencia es el valor percibido por el cliente cuando  compra un vestido firmado por un diseñador mundialmente famoso. Las estrellas de Hollywood, asumiendo que pagan por el vestuario que utilizan, le dan una valoración al mismo que es muy superior al que nuestras tías pueden darle al vestido que utilizarán en nuestro casamiento. Además, obviamente, suelen contar con mayores recursos, por lo que pueden destinar más dinero a comprar dichos bienes.

Como se observa, el valor de las cosas no está en sus características físicas “objetivas”, sino en lo que subjetivamente percibe cada individuo comprador. Si otro fuera el caso, se pagaría lo mismo por una pelota de fútbol sin marca que por la réplica de la que se utilizó en el último mundial. El costo de producirla seguramente no sea muy distinto. Sin embargo, el valor percibido por los consumidores sí lo es. Son muchos más lo que desean la pelota de fútbol que se utilizó en la última competencia internacional, y son muchos más los recursos que estos consumidores están dispuestos a entregar por tenerla, en lugar de tener “una pelota más”.

La teoría subjetiva del valor es uno de los principales pilares del liberalismo económico. Es que si se admitiera que hay un parámetro objetivo, ahí habría un espacio para que un ente superior (digamos, el estado), lo encuentre y actúe en su nombre. Si objetivamente se determinara que un vestido de equis características valiera no más de USD 10, entonces todo intercambio que se alejara de esta relación sería cuestionable y sujeto de intervención.

A raíz de este punto suele surgir, al menos en el debate económico nacional, la polémica por lo mucho que los consumidores pagan por un bien, cuando este mismo bien puede conseguirse a una fracción de su precio en el lugar de producción. Un ejemplo concreto puede ser el precio del kilo de papas, que mientras en el campo puede conseguirse a USD 0,4, en el supermercado de la ciudad llega a pagarse USD 2. Cinco veces más.

Pero, de nuevo, el valor es subjetivo, y la cantidad que se paga está determinada por esa valoración. La gente en la ciudad tiene muchas ocupaciones. Debe ir a su trabajo, llevar a sus hijos al colegio, cocinar, cargarle nafta a su vehículo, ver un programa de TV, o bien hacer algún curso. En medio de todas esas tareas, poco tiempo puede dedicarle a trasladarse hacia las afueras de la ciudad, tal vez a 100 o 200 kilómetros de distancia, para conseguir más barato el kilo de papa.

Cuando el comprador paga esos USD 2, entonces está indicando que eso le facilita su vida diaria. Si otro fuera el caso, debería dejar de realizar tareas o actividades que valora más, solo para ir al campo a comprar el bien.

Reconocer que el valor es subjetivo permite la libertad en los intercambios y los pone en un lugar donde ninguna autoridad debe inmiscuirse.

Segundo principio: Los contratos voluntarios benefician a ambas partes

Una consecuencia directa de aceptar que el valor es subjetivo es que siempre que haya contratos voluntarios, las dos partes contratantes se estarán beneficiando. En tiempos de Aristóteles solía pensarse que en los intercambios se trocaban valores iguales. Sin embargo, el aporte de la economía moderna fue sostener que, para las partes individualmente consideradas, el valor era diferente.

Es decir, que cada parte recibe algo que percibe como de mayor valor a lo que entrega. Si bien nos puede parecer muy descabellado que una actriz pague miles de dólares por un vestido, lo cierto es que, si lo hace, es porque valora más el vestido que los miles de dólares que entregó a cambio. Del otro lado del mostrador, el diseñador valora más los dólares que el vestido que entregó a la actriz.

Es muy frecuente el caso que la actriz no pague un solo centavo por dicha prenda de vestir. Es decir, que el diseñador entregue de manera gratuita su mercadería, su trabajo. Pero de nuevo, si esto se da en el marco de una operación voluntaria, es porque ambos esperan beneficiarse. Probablemente el vendedor esté apostando a la publicidad que la actriz le dará a su marca y a las futuras ventas que esto generará.

Si la situación descripta aquí arriba no se diera en la práctica, entonces no habría realización del intercambio. Si un vendedor no cree que le convenga entregar su mercadería por una suma determinada de dinero, entonces no lo haría y no habría intercambio. Si el comprador de un auto no cree que el auto que está por comprar valga los USD 5.000 que el vendedor pide, entonces seguramente siga buscando otras alternativas.

Cuando se lleva adelante el intercambio,  es porque ambas partes creen que van a ganar con él. Luego pueden mirar para atrás y encontrar que se equivocaron, pero en el momento que el intercambio se realiza, es porque ambas perciben que se beneficiarán. De otra forma, el intercambio no sucedería.

Es preciso aclarar que la idea de que los intercambios mejoran el bienestar de ambas partes se da solamente si éstos son voluntarios. Si una persona me fuerza a entregarle mi dinero, claramente ambas partes estaremos realizando un intercambio, pero éste no será voluntario. En este escenario, mi contraparte recibirá un beneficio pero a cambio de mi padecimiento. En dicho caso, no hay ganancias derivadas del comercio, sino ganancias de un solo lado producto de un arrebato.

La realización de que los intercambios voluntarios generan ganancias para las partes echa por tierra cualquier teoría de la explotación o de la dominación de unos grupos contra otros. Tal vez la aplicación más extendida de la teoría de la explotación sea la que Marx llevó al campo de las relaciones laborales. De acuerdo con el economista alemán, los trabajadores se ven explotados por los capitalistas, quienes extraen de ellos la “plusvalía”, sin pagar lo que verdaderamente corresponde.

A la luz de la teoría liberal del intercambio voluntario, esta concepción se cae a pedazos. Es que es lo mismo una relación laboral que una relación de socios, de dos comerciantes o de un cliente y una empresa que produce bienes. Siempre que dos partes intercambien de manera voluntaria, ambas se estarán beneficiando. La economía no es un juego de suma cero.

Cuando un trabajador acepta trabajar 8 horas diarias por un salario determinado, valora más el salario que está recibiendo por su trabajo, que las 8 horas de trabajo que tiene que “entregar” al capitalista. Por el contrario, el capitalista valora más las 8 horas de trabajo que el monto de dinero que está destinando para contratar dichos servicios.

El mercado no es un lugar donde unos ganan a costa de otros, sino a donde todos voluntariamente acuden para recibir las ganancias derivadas del intercambio. Este es un principio fundamental de la economía liberal.

Tercer principio: Los precios son sagrados

En todo intercambio voluntario aparece una relación de intercambio que llamamos precio. Si entrego dos kilos de papa para obtener un litro de leche, entonces surge una relación de intercambio de dos kilos de papa por cada litro de leche. A esa relación la llamamos precio.

En las economías que utilizan el dinero, los precios están definidos en la moneda de cada país. Así, diremos que un litro de leche puede costar un dólar, dieciséis pesos argentinos, o seiscientos setenta pesos chilenos.

Si el mercado es libre, entonces, los precios no serán otra cosa que el reflejo de los acuerdos voluntarios a los que hacíamos referencia anteriormente. Es por eso que, si consideramos que este tipo de interacciones son un pilar de la libertad económica, tendremos que pensar lo mismo acerca de los precios cuando se establecen en un marco de libertad.

Ahora hay otra función que tienen los precios en una economía de mercado y que explicó con claridad Friedrich Hayek, premio Nobel de economía en 1974. En un famoso trabajo, Hayek planteó que incluso cuando un gobernante tuviera las mejores intenciones posibles para coordinar a toda la sociedad mediante mandatos y órdenes coactivas, no podría hacerlo puesto que no podría reunir el enorme caudal de información necesaria para hacerlo.

Es que la información, como cualquier otro bien de la economía, debe crearse y trasmitirse. Y la información acerca de los gustos de los consumidores y las mejores formas de producción no está en otro lugar que no sea el sistema de precios.

Al reflejar las decisiones voluntarias de consumidores y productores, los precios libres determinan qué bienes y servicios son los más deseados por la sociedad. Así, si el precio del petróleo es elevado, eso indica que la sociedad en su conjunto está necesitando mayores cantidades de petróleo. Este precio es la señal suficiente que reciben los empresarios, siempre ávidos de obtener ganancias, para incrementar su producción petrolera o bien lanzarse a descubrir nuevos yacimientos.

Por otro lado, si la demanda de cintas de reproducción musical (los famosos casetes), cae, entonces también lo hará su precio, indicándoles a los fabricantes que deben migrar hacia la producción de otro tipo de bienes si quieren seguir satisfaciendo las necesidades de los consumidores.

Los precios libres se transforman, así, en la mejor guía para el sistema de producción. Llevan a los empresarios a tomar decisiones de inversión y producción que estén en línea con las demanda de los consumidores. Esto promueve la eficiencia económica y el crecimiento, que genera prosperidad y derrumba la pobreza.

En conclusión, los precios de mercado son la manifestación de la libertad de los intercambios y asignan eficientemente la producción. Sin ellos, no hay libertad ni racionalidad económica.

Cuarto principio: La inflación es un fenómeno monetario

Siempre que hay inflación, los políticos, responsables por ella, nos hacen creer que ésta es culpa de la malicia empresaria, su codicia y su insaciable sed de ganancias. Al hacer esto, no solo confunden nivel de precios con variación, sino que abren la puerta a los siempre aplicados y fracasados controles de precios. Pero como veremos más adelante, estos controles no solo agregan un nuevo problema a la economía del país, sino que son una violación de la libertad individual.

Es por esto que otro principio fundamental del liberalismo económico es que la inflación es un fenómeno siempre monetario.

Lo primero que tenemos que hacer es dar una buena definición de inflación. A diferencia de la definición tan extendida, la inflación no es el aumento generalizado de los precios, sino la pérdida sistemática del poder de compra del dinero. Esta diferenciación, que puede parecer trivial, es fundamental, ya que, como vemos, quita del foco de la escena a los precios y pone allí al dinero.

Es que, en realidad, la inflación no es un problema de los precios, sino de la calidad del dinero. Es, por así decirlo, una enfermedad que sufre la moneda y por la cual los usuarios de ella cada vez pueden comprar menos. Cuando el poder de compra del dinero cae, la contrapartida es que los precios suben, pero esto es una mera consecuencia de la pérdida de valor del dinero que utilizamos.

Una vez que comprendemos que el problema de la inflación es el dinero y no los precios, podemos pasar a investigar a qué se debe que el medio de intercambio que utiliza el país en cuestión pierda sistemáticamente valor.

Es allí donde ingresa la famosa teoría cuantitativa del dinero. Esta teoría sostiene que, si se mantiene constante la demanda y también la producción, entonces un aumento en la cantidad de dinero terminará produciendo una suba de precios.

Este razonamiento, que puede lucir muy pomposo y articulado, no es más que una nueva aplicación de la ley de oferta y demanda. Es que el dinero es otro bien de la economía y, como tal, está sujeto a todas las leyes económicas que aplican a los bienes y servicios producidos e intercambiados en un mercado.

¿Y qué nos dice esta ley? Que cuando aumenta la cantidad de un bien, ceteris paribus, entonces su precio debe caer. O sea, que solo con una caída en el precio, podrán ubicarse en el mercado mayores cantidades de producto. Aplicando esto a la moneda, podemos decir lo mismo: si lo demás se mantiene constante, un aumento de su cantidad hará que su precio caiga. Y, como el precio es su poder adquisitivo, un aumento de la cantidad de dinero hará caer el poder adquisitivo, reflejándose en una suba de los precios.

La inflación es un fenómeno monetario y en las economías modernas el responsable de emitir moneda es el Banco Central. Comprender esto es clave para entender por qué suben los precios de manera sistemática y por qué la única forma de arreglarlo es limitando el poder del gobierno y de las instituciones monetarias, en lugar de incrementarlo a costa de nuestras libertades.

Quinto principio: Los controles de precios son remedios peores que la enfermedad

La inflación genera todo tipo de problemas. Distorsiona las señales de inversión, generando procesos insostenibles de crecimiento; hace que tengamos que destinar recursos a protegernos de la inflación, cuando podríamos dedicarlos a actividades productivas de la economía; genera una redistribución del ingreso hacia los primeros receptores del nuevo dinero (principalmente gobierno y bancos), desde los últimos (principalmente, los asalariados o los que reciben ingresos fijos); reducen el horizonte de planificación empresarial; debilitan la competitividad del sector privado; y, por último, si los salarios no acompañan, cosa que jamás hacen durante todo el período que dura la inflación, envían a los asalariados a la pobreza.

Ahora frente a todos los problemas que la inflación genera, los políticos pueden infligir todavía más daño. ¿Cómo? Decretando controles de precios. Los controles de precios son tan nefastos que uno podría organizar una breve lista de solo dos pasos sobre cómo destruir una economía. Esta lista estaría constituida por:

1)    Generar inflación, y

2)    Controlar precios.

El control de precios añade un nuevo problema a una economía inflacionaria: la escasez. Como explica cualquier texto introductorio, cuando se impone un precio máximo a un producto determinado, ocurren dos cosas. Por un lado, la cantidad demandada es automáticamente mayor a lo que sería en condiciones de mercado libre. Por el otro, la cantidad ofrecida es automáticamente menor. La consecuencia inevitable de este arreglo es una escasez del producto controlado.

El político, en su afán de cuidar “la mesa de los consumidores” o bajar el precio de la nafta, las tarifas energéticas o lo que al lector se le ocurra, terminó generando un perjuicio aún peor. Ahora el precio, dado que no se consigue en el mercado, tiene un precio que tiende a infinito.

El control de precios no es sólo perjudicial para los consumidores, a quienes originalmente se desea beneficiar, sino principalmente para los productores menos eficientes. Es que a medida que el precio de un bien sube, considerando todo lo demás constante, más productores pueden ingresar en el mercado porque pueden afrontar costos más altos. Ahora bien, cuando la mano interventora del gobierno decreta el control de precios, entonces comienza a complicarse la rentabilidad de estos nuevos ingresantes. Finalmente, si los costos siguen trepando producto de la inflación, pero los precios no se mueven a raíz del decreto gubernamental, entonces serán cada vez menos las empresas que puedan sobrevivir.

La consecuencia última de los controles es una crisis económica con caída de la producción y empobrecimiento generalizado.

Finalmente, los controles de precios son intervenciones que no solo afectan la actividad económica y el bienestar de consumidores y productores, sino que destruyen la libertad de las personas. Es más, es porque destruyen la libertad que terminan arruinado la economía.

Es que, como veíamos antes, si el valor es subjetivo y los intercambios voluntarios, una intervención estatal que impida realizar intercambios voluntarios es una violación de las libertades individuales. Imponer un precio máximo equivale a cercenar la libertad de expresión, ya que un precio no es otra cosa que la libre expresión de un acuerdo entre partes.

Los controles de precios son remedios peores que la enfermedad. Restringen la libertad de los individuos y destruyen la economía.

Sexto principio: El gasto y los impuestos deben ser bajos, el presupuesto equilibrado.

El liberalismo económico defiende un rol reducido para el estado, donde el sector privado pueda prosperar, elaborando cada vez mayor cantidad de bienes y servicios para satisfacer las infinitas necesidades de la sociedad.

En este marco, la cuestión fiscal es clave y tanto impuestos como gasto público deben ser bajos.

Los impuestos deben ser bajos porque funcionan como una mochila para la competitividad de empresas y familias. Los impuestos, en primer lugar, reducen el ingreso disponible. Cuando más le entregamos al estado, menos nos queda a nosotros para consumir y producir, por lo que la calidad de los bienes públicos debería ser tal que compense nuestra pérdida. Esto último, claro, no sucede casi nunca y además es casi imposible de medir, puesto que habría que ingresar en comparaciones interpersonales de utilidad.

Los altos impuestos deterioran la rentabilidad empresaria. Por este motivo, a igualdad de circunstancias, una empresa elegirá un país de impuestos más bajos a la hora de decidir a dónde llevar su producción. Si eso sucede y el país elegido no es el nuestro producto de la elevada carga tributaria, entonces tendremos menos producción, menos demanda de mano de obra, menor empleo y peores salarios. Es decir, una mayor carga tributaria genera una mayor pobreza. Este relato puramente económico puede encontrarse bien descripto en la famosa obra Robin Hood. De acuerdo con la leyenda, Nottingham no era pobre producto de la “riqueza de los ricos” que Robin Hood debía recuperar para dársela a los pobres, sino por el peso de los impuestos, que se cobraban para mantener la buena vida del rey.

Es cierto que existen países con altos niveles de tributación donde, sin embargo, la calidad de vida es espectacular en términos internacionales. Sin embargo, eso no quita que para llegar a esos niveles no haya que tener una fiscalidad atractiva. De hecho, de acuerdo a los estudios de Nima Sanandaji, los países nórdicos, paradigma de naciones con alta carga tributaria y buena calidad de vida, obtuvieron sus niveles de bienestar actuales gracias a un ecosistema de mercado atractivo para la inversión y con tasas impositivas que no eran especialmente elevadas. Posteriormente, cuando se entregaron de lleno al estado de bienestar, su tasa de crecimiento cayó e incluso algunos debieron enfrentar crisis severas con posteriores ajustes.

Por el lado del gasto, lo primero que tenemos que comprender es que el gasto público siempre termina pagándose con impuestos. El estado no puede gastar nada que no recaude. El estado no genera ingresos, por lo que debe tomarlos de la ciudadanía antes de gastar. Así, es fácil ver que la contrapartida del gasto son los impuestos.

Obviamente, el gobierno podría endeudarse y hacernos creer que gasta sin recaudar. Sin embargo, a la larga las deudas se pagan y un mayor endeudamiento no es otra cosa que más impuestos a futuro.

El gasto público debe ser bajo porque si éste es demasiado elevado la economía crece menos. Esto ha sido estudiado empíricamente y los resultados sugieren que hay una relación negativa entre gasto público y crecimiento. La explicación para esto radica en que, a la hora de gastar, el gobierno enfrenta dos problemas imposibles de resolver.

El primero es el problema de incentivos. Como explicaba Milton Friedman, existen cuatro formas de gastar el dinero. O sea gasta el dinero propio en uno mismo, o se gasta dinero propio en un tercero, o se gasta dinero ajeno en uno mismo, o se gasta dinero ajeno en un tercero.

La forma más eficiente de gastar es hacerlo con dinero propio en uno mismo. Así, uno se asegura que la calidad sea la máxima y el precio el más bajo. Este tipo de gasto alinea a consumidores con productores y genera una mayor eficiencia económica. Produciremos más de lo que se necesita y a precios bajos.

El gobierno, sin embargo, no gasta de esa forma. Es que, como decíamos, no cuenta con dinero propio. Además, suele usar el dinero en terceros (la ciudadanía), aunque los políticos también usan el dinero de los impuestos para gastar en sus propias campañas electorales y favores políticos. Gastar dinero ajeno en uno mismo o en terceros no es eficiente.

Este problema de incentivos hace que el gasto público sea siempre de inferior calidad, deteriorando la eficiencia de la economía y afectando negativamente el crecimiento.

El segundo problema que enfrenta el gobierno a la hora de gastar es el de la carencia de información. En el sector privado, es el sistema de precios el que dicta qué y cómo producir. Si un precio es elevado, eso refleja una alta demanda de los consumidores, lo que incentiva a emprendedores a incrementar el nivel de producción. El estado, sin embargo, no persigue “fin de lucro” y no se guía por las señales de precios. Así, puede terminar construyendo puentes que no llevan a ninguna parte y que encima cuestan mucho más de lo que podrían costar si los produjera íntegramente el sector privado. Más gasto es peor para el crecimiento de la economía.

Analizados los impuestos y el gasto, debemos ahora considerar lo que sucede cuando el segundo es más alto que el primero. Es decir, por qué necesitamos no tener déficit fiscal.

Recordemos que el estado es el único que ostenta, dentro de la sociedad, el monopolio de la fuerza, por lo que él puede decidir limitar y avanzar sobre la propiedad privada de los individuos casi sin consecuencias.

Así, si el gobierno, para financiar su déficit, acude a la emisión monetaria inflacionista, los ahorristas en moneda nacional se verán expropiados y se desatarán todos los problemas asociados a la inflación anteriormente mencionados.

Si el gobierno acude a la deuda, y su nivel llega a un punto de crisis, entonces deshonrará la misma, estafando a sus acreedores. Finalmente, si no puede pagar su deuda porque la recaudación no le alcanza, también puede optar por subir los impuestos, confiscando la riqueza de los ciudadanos.

Gasto público e impuestos reducen el crecimiento económico porque bajan la productividad e la economía. El déficit también contribuye a este deterioro, pero por generar una mayor incertidumbre respecto de los derechos de propiedad.

Para garantizar la libertad y los derechos, y a la vez propiciar un mayor crecimiento, el estado tiene que ser limitado, y esto se traduce en bajos impuestos, menor gasto público y presupuesto equilibrado.

Séptimo principio: El mercado produce y distribuye, no es necesaria la re-distribución.

A menudo, incluso quienes defienden a la economía de mercado, sostienen que el sistema es muy bueno para producir, pero suele “quedarse corto” a la hora de la distribución. Si bien el capitalismo es el mejor sistema jamás probado para generar riqueza, sostienen, la distribución de la misma es injusta y está concentrada en pocas manos. La consecuencia necesaria de este análisis es que debe dejarse al sector privado producir, pero el sector público luego debe intervenir, con impuestos y subsidios, para distribuir la riqueza generada.

El análisis es falso y, como se dijo, termina siendo un nuevo pretexto para que el estado intervenga en la esfera privada de las personas, dictaminando cómo debe distribuirse lo que éstas en libertad crean.

La realidad es diferente a la que se plantea. Es que el mercado no es solo un mecanismo de producción, sino también de distribución. Veámoslo con un ejemplo.

En la lejana ciudad de Sombrería, un ciudadano fabrica sombreros. Más al este, en la vecina ciudad de Viñeda, otro individuo se dedica a la producción de vinos. Dado que tanto los sombreros como los vinos son bienes de consumo que satisfacen necesidades de las personas y que éstas valoran por ello, podemos decir que son bienes que hacen a nuestra riqueza.

A medida que más necesidades podemos satisfacer, más ricos podemos considerarnos.

Ahora imaginemos que el señor de Sombrería decide ir a pasear una tarde por la ciudad de Viñeda. Sabiendo que allí se producen ricos vinos, va con algunos sombreros en su bolso, de manera de poder intercambiarlos por algunas botellas en su visita a la ciudad.

Luego de unas horas de dar vueltas, el fabricante de sombreros se encuentra con un vinatero que, precisamente, vendía vinos y andaba necesitando un sombrero. Lo que ocurre después del encuentro es fácilmente predecible. Ambos individuos intercambian sobreros por vino y ambos se benefician del intercambio voluntario.

Con este ejemplo no solo se refuerza otro de los principios de liberalismo económico (que el intercambio voluntario beneficia a las partes), sino que también podemos comprender cómo el mercado no solo produce sino que también distribuye la riqueza.

Es que nuestros productores, no solo generaron valor. También lo distribuyeron. La riqueza del fabricante de sombreros se distribuyó hacia el fabricante de vinos, que retribuyó este gesto entregando parte de su riqueza a cambio. Es mediante este proceso de producción e intercambio libre y voluntario que el mercado genera y distribuye la riqueza.

Este mecanismo se opone a la distribución estatal, que en esencia busca anular este proceso. Es que, en definitiva, lo que hace el gobierno es “re-distribuir” lo que el mercado voluntariamente ya distribuyó. Por consiguiente, está violentando decisiones previas tomadas en libertad y generando nuevos ganadores y perdedores.

Con la distribución del mercado, los que más ganan son quienes mejor satisfacen las necesidades de sus conciudadanos. Si el fabricante de sobreros se vuelve millonario, es porque muchas personas valoran la calidad y el servicio que éstos prestan.

Con la re-distribución del estado, se aborta este proceso y se pasa a castigar a los exitosos. Es decir, a quienes mejor sirvieron a los demás. Por supuesto, esto no solo atenta contra la libertad, sino que también deteriora los incentivos económicos generando, a la larga, un menor crecimiento y una mayor pobreza.

Comprender cómo el mercado crea valor y lo distribuye en un proceso que premia a los que mejor sirven a sus conciudadanos es otro principio de libertad económica y otro antídoto contra las inefectivas y dañinas recetas intervencionistas.

Octavo principio: El capitalismo es la mejor receta contra la pobreza

El octavo principio de liberalismo económico es que el mejor sistema para reducir la pobreza es el capitalista. En realidad, de la pobreza sale la gente y con su propio esfuerzo. No hay entes superiores, ni sistemas, ni eventos extraordinarios que logren que los hombres superen su estado natural. Es del esfuerzo de cada uno y de su voluntad de donde sale la mejora individual. En eso no hay atajos.

Sin embargo, hay sistemas que generan mejores incentivos para que el esfuerzo personal efectivamente se canalice en mejoras individuales y sociales.

El capitalismo sin dudas es el mejor de ellos. El capitalismo, o sistema de economía de mercado, está basado en la propiedad privada de los medios de producción. Esta definición tan clisé es de crucial importancia, ya que la propiedad privada funciona como un incentivo fundamental a la hora de incrementar y asignar correctamente la producción.

Pongámoslo con un ejemplo. Si una persona no es dueña, sino simple ocupante, de una vivienda probablemente no se ocupe mucho de mantenerla en buen estado ni piense en agrandarla. A la postre, si su derecho de propiedad no es sólido, nada impide que una mañana cualquiera, no la terminen echando de su morada.

Por el contrario, si el derecho de propiedad está sólidamente garantizado, entonces la persona ya no es solo un ocupante de la vivienda, sino su propietario. En este nuevo escenario, sí aparecen los incentivos para hacerle reformas que mejoren la calidad de vida dentro del hogar, o bien ampliaciones y demás decoraciones. El incentivo a generar dichas reformas aparece porque quien las haga podrá disfrutar de los beneficios que de las mismas se deriven.

En la economía de mercado sucede lo mismo. Si los derechos de propiedad están bien establecidos, entonces los empresarios están dispuestos a invertir en nuevas líneas de negocio, en investigación y desarrollo, en nuevos productos o nuevas tecnologías, todo lo cual redunda en una mayor producción y una mejor satisfacción de las necesidades de todos. Por este proceso se genera riqueza y se sale de la pobreza.

A menudo suele equipararse al sistema de mercado con la “teoría del derrame”, como si la mejora de los pobres en una sociedad dependiera de la beneficencia o las “migajas de los ricos”. Es claro que si una sociedad es más opulenta, o hay más multimillonarios, las limosnas serán mayores. Sin embargo, eso nada tiene que ver con el principio según el cual el capitalismo es la mejor receta contra la pobreza. Como decíamos antes, un bien asegurado derecho de propiedad estimula la producción y esa mayor producción enriquece a todos.

Si hay más empresas, hay más demanda de trabajo, y eso incrementa los salarios reales. En una economía de mercado, todo el que tenga derecho de propiedad (que lo tiene el empresario y también el empleado) y esté dispuesto a aportar valor para recibir valor, recibirá los beneficios del intercambio. Es ahí donde se genera riqueza y se reduce la pobreza.

Los datos empíricos avalan esta teoría. Según la información relevada por Bourguignon y Morrison (2002) y el Banco Mundial, a principios del siglo XIX, la pobreza alcanzaba nada menos que al 94% de las personas en el mundo. Sin embargo, tras décadas de avance del capitalismo (que hoy se extiende, a paso lento, por los gigantes India y China) éste número ha caído de manera drástica al 10% del total.

Es un hecho, teoría y datos avalan que si hay un antídoto contra la pobreza, ese es el sistema de la libre empresa.

Noveno principio: El bienestar individual “es amigo” del bienestar social.

Sin lugar a dudas, Adam Smith es uno de los exponentes más fundamentales y relevantes de toda la tradición del pensamiento económico liberal. Con la publicación de su “Riqueza de las Naciones”, en 1776, se consagró no solo como padre de la economía, sino también como principal exponente del liberalismo.

En dicho texto se encuentra una de las frases más citadas de toda su obra. Aquella en la cual describe cómo no debemos agradecerle nuestro pan, nuestra carne o nuestra cerveza a la solidaridad de quienes ello producen, sino a la atención que éstos prestan a su propio interés. Así, el carnicero no nos da carne porque sea amable con nosotros, sino porque hemos pagado por ello, incrementando sus ganancias empresariales. Es el egoísmo de ambos el que nos hace participar del intercambio y obtener una ganancia mutua.

Esta frase resume uno de los principios más fundamentales del liberalismo económico: que la persecución de los intereses individuales no es contraria a la obtención de un bienestar social. El ejemplo del carnicero es claro, él persigue su propio interés, pero otros se benefician porque ahora pueden comer carne. Sin carnicero, no habría carne en las ciudades, así que a él tenemos que agradecer por su trabajo.

Esto nos lleva a la siguiente conclusión: en una economía de mercado, nadie puede progresar si previamente no hizo algo que haya beneficiado de alguna manera a su prójimo. Yendo a lo concreto, ningún empresario puede ser exitoso sino fabricó un bien o un servicio que les haya servido a los demás. Ningún músico será exitoso si lo que compone no es valorado por el público. Ningún empleado será exitoso si su trabajo no sirve a la empresa donde trabaja.

Los ejemplos pueden seguir al infinito, pero el punto es que en una economía que se rige mediante propiedad privada y acuerdos voluntarios, no hay otra manera de progresar. La persecución de los fines individuales, necesariamente lleva a un bienestar social, ya que como no podemos utilizar la fuerza sobre los demás, tenemos que ganarnos el favor de nuestro cliente ofreciéndole algo que mejore su bienestar individual.

El liberalismo económico plantea las relaciones en términos de iguales. Todos somos iguales ante la ley y nadie puede forzar a un tercero a hacer aquello que no desea. En este marco, la única forma de prosperar es la seducción, en contraposición con la coacción.

Décimo principio: Las instituciones importan.

Como veíamos en el punto anterior, el egoísmo es una poderosa fuerza de coordinación social. Al buscar su propio interés, en una economía de mercado donde los individuos no pueden utilizar la fuerza para imponerse a los demás, a éstos solo les queda la persuasión, que en el comercio pasa por ofrecer un bien o servicio que sea de utilidad para los demás.

Ahora bien, en la descripción anterior aparece un factor institucional que es determinante. Es que esto solo sucederá si estamos en una economía de mercado sin posibilidad de que los individuos impongan su voluntad por la fuerza sobre los demás. La realidad, sin embargo, es que éste no siempre es el caso.

Es aquí donde aparece la importancia de las instituciones, estas reglas de juego a las que todos los “jugadores” deben respetar. Un famoso libro de hace unos años atrás convino en distinguir dos tipos de instituciones: las inclusivas y las extractivas. Las primeras eran aquellas que fomentaban el crecimiento económico, asegurando derechos de propiedad, haciendo cumplir los contratos y premiando la innovación. Las segundas, sin embargo, no respetan los derechos de propiedad ni premian la innovación.

Cuando las que imperan son las instituciones extractivas, entonces este círculo virtuoso de intereses individuales que redundan en el interés general se quiebra, y el bienestar de unos puede darse a costa del perjuicio de otros.

Un ejemplo claro de esta situación es el de las barreras proteccionistas. Cuando los gobiernos favorecen la intervención, empresarios interesados pueden hacer lobby con los funcionarios y conseguir que éstos impidan o restrinjan el ingreso de productos extranjeros al país.

Obviamente, los empresarios estarán actuando persiguiendo su propio interés. Los políticos, probablemente, también estén haciendo lo mismo, consiguiendo así un apoyo electoral. Sin embargo, todo esto se hace a costa de un tercer actor, los consumidores, quienes ahora deberán pagar más caro o comprar una calidad inferior producto de las restricciones.

Bajo este contexto institucional, el juego es de suma cero.

Las instituciones importan, y la economía de mercado, basada en derechos de propiedad, estado limitado y mínimos niveles de coacción, es una institución en sí misma que alinea incentivos individuales y sociales, promoviendo la mejora de todos.

Los arreglos socialistas o mercantilistas no funcionan igual. En ellos el estado decide ganadores y perdedores, por lo que el interés de los individuos está siempre en intentar cooptar al estado para que juegue a su favor, pero perjudicando al resto de la sociedad.

Los liberales solemos decir que la economía no es un juego de suma cero. Siempre y cuando las instituciones sean liberales, esto es estrictamente cierto. Sin embargo, tenemos que aclarar que si las instituciones que prevalecen no son éstas, entonces las situaciones de suma cero sí serán frecuentes.

Conclusión

A lo largo de este ensayo, hemos intentado dar una respuesta completa a la pregunta sobre qué es el liberalismo económico. Resumimos esta corriente de pensamiento en 10 principios que entendemos que cualquier partidario de las ideas de la libertad debería compartir.

La libertad económica se basa en que el valor es subjetivo, que los contratos voluntarios benefician a ambas partes, que los precios son sagrados; que la inflación es un fenómeno monetario; que los controles de precios son remedios peores que la enfermedad; que el gasto y los impuestos deben ser bajos y el presupuesto equilibrado; que el mercado produce y distribuye, por lo que no es necesaria la re-distribución; que el capitalismo es la mejor receta contra la pobreza; que el bienestar individual “es amigo” del bienestar social; y, por último, que las instituciones importan.

Esperemos que, de acá al futuro, este trabajo se convierta en una guía. Tanto para quienes tienen interés genuino en conocer el contenido de la idea económica liberal, como para quienes solo buscan desprestigiar a estas ideas que, insistimos, son las que más progreso han traído a la humanidad.

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