Miembro del Consejo Académico, Libertad y Progreso
Escribo este artículo el viernes 29 de septiembre. Es posible que el gobierno nacional español de Mariano Rajoy consiga impedir que el gobierno regional catalán de Carles Puigdemont lleve a cabo el ilegal referéndum secesionista planteado para el domingo primero de octubre. Madrid lleva varias semanas deteniendo políticos y funcionarios catalanes, confiscando urnas y papeletas electorales e imponiendo severas multas.
Es posible, incluso, que se produzca un enfrentamiento armado entre la Guardia Civil, que cumple órdenes del gobierno nacional, y algunos miembros de los Mossos de Escuadra, sus equivalentes regionales. Nadie quiere ese choque, salvo los termocefálicos de siempre que suelen pescar en río revuelto, pero son hombres jóvenes armados, temerosos unos de otros, y la chispa puede surgir en cualquier momento.
También es posible que consigan votar unos cuantos catalanes y, a renglón seguido, declaren la independencia de Cataluña, aunque sea una ínfima minoría, lo que complicaría mucho más la búsqueda de una salida racional. En ese caso, actuaría el ejército y sobrevendría un conflicto de los de Dios es Cristo.
¿Qué se hace? Definitivamente: cumplir la ley. A Rajoy no le pueden pedir que ignore las reglas aprobadas por todos, incluidos los catalanes, que abrumadoramente votaron la Constitución de 1978. Pero, a partir del desenlace de este nuevo episodio, el mismo 2 de octubre, es necesario sentarse a negociar una solución pacífica que necesariamente pasa por modificar la Constitución para que se autoricen las consultas populares, incluso las secesionistas, siempre que se cumplan ciertas condiciones.
Es verdad que España tiene más o menos el mismo contorno desde hace 500 años, como dice Felipe González, pero también es cierto que en ese mismo periodo obtuvo y perdió a Portugal y al Rosellón occitano, bajo soberanía francesa desde 1659, además de los territorios americanos y asiáticos. Los países, sencillamente, son elásticos y ganan o pierden territorios, de la misma manera que los reinos cambian de dinastía, o se transforman en repúblicas democráticas o autoritarias. Es decir: los Estados, como toda creación humana, no son inmutables.
Hecha esta previsible salvedad de Pero Grullo, es conveniente fijar pautas para solicitar los referéndums. Y lo primero es que el voto debe ser obligatorio, aunque con la posibilidad de anular la boleta o votar en blanco. La idea es que una decisión de esta naturaleza no la pueda tomar una minoría de votantes. Todos los ciudadanos adultos tienen que participar.
Lo segundo, y muy importante, es que la mayoría debe ser calificada, como son los procesos electorales que deciden cambios trascendentes y permanentes. Tal vez un 60% de los votos puedan inclinar la balanza. No vale la convención aritmética de la mitad más uno porque ese resultado siempre será cuestionado. Un 60% parece ser una mayoría suficiente.
Y, tercero, el resultado debe ser validado en un segundo referéndum, celebrado al cabo de cinco años, para estar convencidos de que el cambio no ha sido decidido por factores coyunturales o por un arrebato generado por un demagogo de feria. Esta sería la forma segura de no jugar frívolamente con el futuro de las generaciones venideras, como ha ocurrido en Gran Bretaña con el Brexit del que hoy se arrepiente la mayoría.
Y luego viene el problema del “derecho a decidir”. Supongamos que cualquiera de las diecisiete autonomías de España puede pedir esa consulta. Pero esas comunidades están divididas en provincias que tienen sus derechos. ¿Qué sucede si Tarragona, una de las cuatro provincias catalanas –Barcelona, Lérida, Gerona y Tarragona- vota por permanecer en España y no sumarse al Estado catalán? ¿Qué ocurre si Álava opta por España y no por el País Vasco, separándose de la voluntad independentista de Guipúzcoa y Vizcaya?
Esto no es ninguna tontería. El politólogo alemán Volker Lehr ha advertido, medio en broma, medio en serio, que, si Cataluña declarara su independencia, una parte sustancial del Valle de Arán, en los confines de Lérida, unas 10,000 personas, preferirían adscribirse a la limítrofe autonomía aragonesa, territorio claramente español. No sería razonable invocar el derecho a decidir de los independentistas catalanes y negárselo al resto de los ciudadanos de la misma región.
A lo que se agrega el temor de otras regiones a la invocación de una supuesta “gran Cataluña” por parte de un estado independiente. Esa es la situación de muchos valencianos y mallorquines, culturalmente afines a Cataluña, aunque históricamente diferenciados. A lo que temen no es al nacionalismo español, sino al catalán. Por eso sugieren que en cualquier negociación sobre el derecho a decidir de los catalanes, se tenga en cuenta la voluntad de los otros miembros de la familia.
En estos tiempos postmodernos de la globalización a mí me resulta absurda la independencia catalana, aunque provengo de una familia de ese origen por los cuatro costados, pero pienso que es preferible crear un procedimiento civilizado de decidir la cuestión, que liarse la manta a la cabeza y acabar a tiros. Debe ser que he heredado algo del seny catalán. Esa sensatez de la que ellos tanto se enorgullecen y a veces parece faltarles a muchos.