Magister en Estudios Internacionales UTDT (Universidad Torcuato Di Tella) y colaborador de Libertad y Progreso.
2017 va a ser recordado como un año de estrepitosos fracasos para Arabia Saudita en su pulseada contra Irán, la otra gran potencia de Oriente Próximo. De Siria a Yemen, pasando por Qatar y el Líbano, el reino wahabita no cesó en sus intentos por fortalecer su influencia regional, pero siempre terminó perdiendo la partida ante su tradicional adversario.
Por un lado, con Bachar al Assad confirmado en su cargo tras el aplastamiento de las milicias terroristas del Estado Islámico, la Casa de Saud vio pasar la oportunidad de quebrar la histórica alianza entre Damasco y Teherán. En el Líbano, la infructuosa presión ejercida con el propósito de provocar la renuncia del primer ministro Saad Hariri acabó por reforzar el sentimiento nacionalista de la población local.
La esterilidad del accionar saudita quedó al descubierto a su vez en el conflicto yemenita, donde los hutíes apoyados por el régimen de los ayatolas resisten desde hace tres años las embestidas de la coalición árabe encabezada por Riad. Para colmo, la crisis diplomática suscitada a partir de la ruptura de relaciones diplomáticas con Qatar (acusado de pactar con Irán) enrareció el clima entre las monarquías sunnitas.
En este contexto, la expectativa general apunta a que las reformas domésticas ejecutadas a puño de hierro por el ascendente Mohammed bin Salman (MbS) se expandan con el mismo énfasis al plano militar, precisamente en un momento en el que la diplomacia de la chequera empieza a reflejar claros signos de agotamiento. Bajo esta hipótesis, no sería ilógico suponer que el joven príncipe dirija de ahora en más sus esfuerzos a tratar de neutralizar las ventajas que la República Islámica posee en el campo estratégico.
Por supuesto, no será una tarea sencilla, sobre todo por las cartas que el Estado persa dispone a su favor. En ese sentido, y aunque es verdad que el grado de sofisticación tecnológica del ejército saudita supera con creces al de las tropas iraníes, parece evidente que Teherán ha sabido desarrollar a lo largo del tiempo métodos eficaces para contrarrestar desequilibrios tácticos.
Uno de ellos ha sido el de otorgar un papel privilegiado a los cuerpos de elite de la Guardia Revolucionaria. El potencial operativo de estas unidades abarca no sólo la asistencia logística y el abastecimiento material a grupos insurgentes de toda la región, sino que también incluye el dominio de instrumentos de artillería capaces de infligir severos daños a rivales bien armados. Este es el caso, por ejemplo, de los así llamados penetradores explosivos (EFP por sus siglas en inglés), cuyo poder de fuego fue el responsable de alrededor de un quinto de las bajas estadounidenses durante la última guerra de Irak.
Estas consideraciones ayudan a explicar igualmente por qué los planificadores iraníes vienen poniendo cada vez más el acento en el desarrollo de su programa misilístico. En efecto, la escasez de células de combate aptas para un enfrentamiento de envergadura en el espacio aéreo fue la razón que motivó en un principio la producción de diversas clases de proyectiles balísticos. En la actualidad, los más promisorios son los de la serie Sejjil, que son difíciles de cazar y tienen un peso de lanzamiento de 38 mil kilogramos.
Asimismo, no sería inusual que Teherán eche mano de sus escuadrones navales para cerrar el Estrecho de Ormuz e interrumpir el tráfico de crudo en el Golfo Pérsico, práctica común en las guerras petroleras de los años ochenta. Desde luego, habría grandes probabilidades de que dicha acción se inscriba dentro de un plan de maniobra integral que comporte además el uso de mini submarinos clase Ghadir para atacar instalaciones portuarias sauditas.
Por otro lado, cabría imaginar que el proceso de centralización de la autoridad llevado a cabo por MbS acelere la reestructuración del sector castrense, la cual ya tuvo un anticipo en julio, cuando se propició la separación de los servicios de inteligencia del poderoso Ministerio de Defensa. Una reorganización que se revela todavía más imperiosa a la luz de los problemas de superposición que saltaron a la vista en Yemen, terreno que fue testigo de las enormes dificultades de coordinación entre los comandantes oficiales y la Guardia Nacional.
Así las cosas, y casi ocho años después de que la primavera árabe atizara el fuego de la revolución en una parte importante del mundo musulmán, la sensación que queda en el ambiente es la de una autocracia que aparentemente está decidida a modernizarse. En el largo plazo, el interrogante estará dado por saber qué opciones barajará el nuevo hombre fuerte de la familia real a la hora de afrontar los desafíos que se le presentan más allá de sus fronteras. Lo que es seguro, no obstante, es que Irán no le hará fácil el camino.