Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
Las aplicaciones políticas siempre dependen de las ideas que prevalecen en la opinión pública. El político que desea mantenerse en funciones no tiene más remedio que adaptarse a lo que su audiencia reclama. Por ello es que resulta de tanta trascendencia la faena educativa, “inmortalizando la semilla” tal como nos dice Platón refiere Sócrates. Todo siempre comienza en cenáculos intelectuales que con el correr del tiempo, al igual que una piedra arrojada en un estanque, se van produciendo efectos multiplicadores en círculos concéntricos que poco a poco van abarcando cada vez circunferencias mayores hasta que el político incorpora ese discurso para obtener votos.
Lo que hoy puede denominarse “las izquierdas” son más perseverantes y consistentes que sus oponentes porque siempre reclaman más, son ambiciosos y no conformistas por ello es que son los que verdaderamente establecen la agenda y corren el eje del debate. En cambio los así llamados defensores de la sociedad abierta son en general timoratos y solo alegan “votar por el menos malo”. La secuencia puede ilustrarse del siguiente modo: primero dicen los timoratos de referencia que no es político proponer A y hay que conformarse con B, pero henos aquí que como no hacen nada por corren el eje del debate a poco andar renuncian a B y sugieren C y así sucesivamente, mientras que las izquierdas siempre apuntan alto según su vara.
Ahora bien, dentro del grupo de izquierdas hay también quienes se conforman con cierto grado de socialismo e intervencionismo estatal que son los keynesianos muchos de los cuales estiman que es la manera de lograr más efectivamente los objetivos, mientras que otros pretenden llegar al fondo de las cosas a cara descubierta y de una vez que son los marxistas. Independientemente de sus respectivas intenciones, los primero operan como encapuchados, mientras que los segundos son más francos, abiertos y sinceros. Ambos grupos empujan permanentemente los hechos, como queda dicho, a diferencia de los que se dicen partidarios de la sociedad libre se apoltronan en sus covachas y son en realidad espectadores de lo que otros hacen. Son muy pocos los que están del lado del mostrador de la libertad que exponen las ideas de la libertad y los derechos individuales, a diferencia de sus supuestos socios que son acomplejados y renuentes a salir al cruce, sea por falta de argumentos o por desidia.
He consignado antes que el propio John Maynard Keynes es quien se encarga de despejar con claridad meridiana su filiación al escribir el prólogo a la edición alemana de su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, en 1936, en plena época nazi : “La teoría de la producción global que es la meta del presente libro, puede aplicarse mucho más fácilmente a las condiciones de un Estado totalitario que a la producción y distribución de un determinado volumen de bienes obtenido en condiciones de libre concurrencia y de un grado apreciable de laissez-faire”. A confesión de parte, relevo de prueba.
Dadas los renovados entusiasmos por este autor, conviene volver sobre algunos pensamientos que aparecen en esa obra de Keynes, quien, entre otras cosas, propugna “la eutanasia del rentista y, por consiguiente, la eutanasia del poder de opresión acumulativo de los capitalistas para explotar el valor de la escasez del capital.” Asimismo, respecto de las barreras aduaneras, proclama “el elemento de verdad científica de la doctrina mercantilista” y, en momentos de consumo de capital, aconseja el deterioro de los salarios a través de la inflación manteniendo los niveles nominales para que los destinatarios crean que mantienen sus ingresos: “la solución se encontrará normalmente alterando el patrón monetario o el sistema monetario de forma que se eleve la cantidad de dinero”.
Hay recetas de Keynes, también tomadas de la obra mencionada, que son realmente pueriles, por ejemplo, lo que denomina “el multiplicador” elucubrado para mostrar las ventajas que tendría el gasto estatal, esquema que funcionaría de la siguiente manera: sostiene que si el ingreso fuera 100, el consumo 80 y el ahorro 20, el efecto multiplicador resulta de dividir 100 por 20, lo cual da 5 y (aquí viene la magia): si el Estado gasta 4 se convertirá en 20 puesto que 5 por 4 arroja aquella cifra (?). Ni Keynes ni el keynesiano más entusiasta jamás han explicado como multiplica el multiplicador. Y todo ello en el contexto de lo que también escribe este autor: “La prudencia financiera está expuesta a disminuir la demanda global y, por tanto, a perjudicar el bienestar”(!).
Es verdaderamente curioso pero uno de los mitos más llamativos de nuestra época consiste en que el keynesianismo salvó al capitalismo del derrumbe en los años treinta, cuando fue exactamente lo contrario: debido a esas políticas surgió la crisis y debido a la insistencia en continuar con esas recetas, la crisis se prolongó. La crisis se gestó como consecuencia del desorden monetario al abandonar de facto el patrón oro que imponía disciplina (de jure lo abandonó Estados Unidos en 1971; Keynes se refería peyorativamente al metal aurífero como “esa vetusta reliquia”). Eso ocurrió, primero con la irrupción de los tristemente célebres bancos centrales una vez dejado de lado el oro y, luego en los Acuerdos de Génova y Bruselas de los años veinte que establecieron un sistema en el que permitieron dar rienda suelta a la emisión de dólares, moneda reserva que ya no debía responder ante ningún reclamo, salvo el pedido de la banca central extranjera para canjear sus billetes con el acuerdo tácito de no proceder en consecuencia.
De este modo, Estados Unidos incursionó en una política de expansión (y contracción) errática lo que provocó el boom de los veinte con el consiguiente crack del veintinueve, a lo cual siguió el resto del mundo que en ese entonces tenía como moneda reserva el dólar y, por ende, expandía sus monedas locales contra el aumento de la divisa estadounidense.
Tal como lo explican Milton Friedman y Anna Schwartz, Benajamin Anderson, Lionel Robbins, Murray Rothbard, Jim Powell y tantos otros pensadores, Roosevelt, al contrario de lo prometido en su campaña para desalojar a Hoover, y al mejor estilo keynesiano, optó por acentuar la política monetaria irresponsable y el gasto estatal desmedido, a lo que agregó su intento de domesticar a la Corte Suprema con legislación que finalmente creó entidades absurdamente regulatorias de la industria, el comercio y la banca que intensificaron los quebrantos y la fijación de salarios que, en plena debacle, condujo a catorce millones de desempleados que luego fueron en algo disimulados por la guerra y finalmente resueltos cuando Truman eliminó los controles de precios y salarios.
En el capítulo 22 de su obra más conocida, Keynes resume su idea al escribir que “En conclusión, afirmo que el deber de ordenar el volumen actual de inversión no puede dejarse con garantías en manos de los particulares”, lo cual reitera y expande en su Ensayos de persuasión, en especial en el capítulo 2 donde se pone en evidencia su análisis defectuoso sobre la productividad como liberadora de recursos para nuevos fines y su asignación allí donde los salarios son fruto de arreglos contractuales libres al efecto de utilizar aquellos factores indispensables para la prestación de servicios y la producción de bienes.
La otra tradición que anunciamos se refiere al marxismo que ha influido decisivamente sobre los acontecimientos del orbe. Para corroborar el aserto no hace falta más que repasar el Manifiesto Comunista, escrito por Marx y Engels en 1848. El documento consta de cinco capítulos pero la columna vertebral se encuentra en el tercer capítulo donde los autores exponen los diez puntos para producir el colapso del sistema que ellos bautizaron como “capitalista” y que paradójicamente han sido en gran medida adoptados en el llamado mundo libre en nombre del anticomunismo.
También en ese tercer capítulo Marx y Engels consignan el objetivo final de su tesis: “pueden sin duda los comunistas resumir toda su teoría en esta sola expresión: abolición de la propiedad privada”. Si no hay propiedad privada, no hay precios, ergo, no hay posibilidad de contabilidad, evaluación de proyectos o cálculo económico. Por tanto, no existen guías para asignar eficientemente los siempre escasos recursos y, consecuentemente, no es posible conocer en que grado se consume capital.
El progreso notable hacia este objetivo ha sido proporcionado en gran medida por el fascismo y el antes referido keynesianismo ya que el permitir el registro de la propiedad a nombre de particulares mientras usa y dispone el gobierno ha facilitado la destrucción de la institución de la propiedad sin tener que hacerlo de modo frontal.
A estos enjambres imposibles de resolver dentro del sistema, se agrega el historicismo inherente al marxismo, contradictorio por cierto puesto que si las cosas son inexorables no habría necesidad de ayudarlas con revoluciones de ninguna especie. También es contradictorio su materialismo dialéctico que sostiene que todas las ideas derivan de las estructuras puramente materiales en procesos hegelianos de tesis, antítesis y síntesis ya que, entonces, en rigor, no tiene sentido elaborar las ideas sustentadas por el marxismo.
Esta dialéctica hegeliana modificada pretende dar sustento al proceso de lucha de clases. En este contexto Marx fundó su teoría del polilogismo, es decir, que la clase burguesa tiene una estructura lógica diferente de la de la clase proletaria, aunque nunca explicó en que consistían las ilaciones lógicas distintas ni como se modificaban cuando un proletario se ganaba la lotería ni cuando un burgués es arruinado y en que consiste la estructura lógica de un hijo de un proletario y una burguesa.
Las contradicciones son aún mayores si se toman los tres pronósticos más sonados de Marx. En primer lugar que la revolución comunista se originaría en el núcleo de los países con mayor desarrollo capitalista y, en cambio, tuvo lugar en la Rusia zarista. En segundo término, que las revoluciones comunistas aparecerían en las familias obreras cuando todas surgieron en el seno de intelectuales-burgueses. Por último, pronosticó que la propiedad estaría cada vez más concentrada en pocas manos y solamente las sociedades por acciones produjeron una dispersión colosal de la propiedad. En este sentido es del caso repasar las múltiples obras que señalan los errores conceptuales y estadísticos de Thomas Piketty sobre las desigualdades de ingresos, muy especialmente por parte de Anthony de Jasay y Thomas Sowell.
En este muy apretado resumen periodístico, cabe mencionar que la visión errada de Marx respecto a la teoría del valor-trabajo dio lugar a la noción de la plusvalía. Aquella concepción sostenía que el trabajo genera valor sin percatarse que las cosas se las produce (se las trabaja) porque se les asigna valor y no tienen valor por el mero hecho de acumular esfuerzos (por más que se haya querido disimular el fiasco con aquella expresión hueca del “trabajo socialmente necesario”).
En otros términos, de tanto en tanto hay que escribir sobre keynesianismo y marxismo debido a la insistencia en estas tradiciones de pensamiento que se presentan bajo diversos ropajes, por eso surge con fuerza la necesidad de la educación en valores y principios compatibles con la sociedad abierta, tal como desde la perspectiva opuesta sostenía Antonio Gramsci: “tomen la cultura y la educación y el resto se dará por añadidura”.