Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago. Rector de la Universidad del CEMA. Miembro de la Academia Nacional de Educación. Consejero Académico de Libertad y Progreso.
CLARÍN –
En abril de 2015 publiqué en este mismo espacio una nota titulada “Planes sociales: para qué sirvieron”. El texto se fundaba en los 8 millones de personas que recibían algún tipo de plan social. Fue seguido por otra nota, de agosto de 2016: “Reinserción en la sociedad productiva”. En ambas columnas resalté que muchos beneficiarios de los planes no habían terminado su educación obligatoria, y propuse exigirles que concurran a una escuela de adultos o a un programa de entrenamiento profesional como requisito para cobrar su asignación. ¿Cuántos menos ciudadanos dependerían hoy de la ayuda del Gobierno si se hubiese implementado dicha propuesta?
Pero miremos la copa media llena. Según reporta Clarín, “tras dos años de evaluación, el Gobierno prepara un cambio radical en la política de planes sociales que heredó del kirchnerismo”. En la nueva estrategia, “a los fines de permanecer en el programa, los beneficiarios deberán acreditar que se han inscripto y se encuentran cursando la educación formal obligatoria”. Una alta fuente del Gobierno explicó que “la idea es empoderar a las personas, garantizando en principio que concluyan sus estudios y, luego, que se capaciten a través de cursos y prácticas para tener más chances de insertarse en el mercado laboral”.
La política anunciada no puede ser más adecuada. Por ejemplo, es todo consistente con el pensamiento de Juan Pablo II, quien en una alocución de 1987 sostuvo que “el trabajo estable y justamente remunerado posee, más que ningún otro subsidio, la posibilidad intrínseca de revertir aquel proceso circular que habéis llamado repetición de la pobreza y de la marginalidad”.
¿Cómo reinsertar a los beneficiarios de los planes en la sociedad? El mismo Juan Pablo lo sugiere en aquella exposición al advertir que “esta posibilidad se realiza sólo si el trabajador alcanza cierto grado de educación, cultura y capacitación laboral, y tiene la oportunidad de dársela a sus hijos”.
Hemos perdido más de 15 años desde aquel lejano 2001, millones de beneficiarios de planes no cuentan hoy con mayor capital humano que en ese entonces. Exigir que todo beneficiario concurra a una escuela de adultos con el fin de completar su educación formal, como requisito para hacerse acreedor al subsidio, facilitará su reinserción en la sociedad productiva. ¿Cuántos menos argentinos dependerán del apoyo del Estado de aquí a cinco años? ¿Cuántos más gozarán de ese sentimiento de dignidad que sólo confiere el llevar a la mesa familiar el pan obtenido como fruto de su trabajo?
La iniciativa del Gobierno merece todo el apoyo. Sus resultados sólo se percibirán en el largo plazo. Mauricio Macri acepta pagar hoy el costo político que necesariamente se generará en el corto plazo, en virtud de mejorar la calidad de vida de miles de argentinos de una manera impensable. De continuar el Gobierno en esta senda, la iniciativa se habrá de convertir en un punto de inflexión de su gestión, lo cual habilita a mirar el futuro con mucho mayor optimismo.
Edgardo Zablotsky es miembro de la Academia Nacional de Educación y vicerrector de la Universidad del CEMA.