Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
Desde diversas corrientes de pensamiento hay la preocupación que señala Milan Kundera: “la persona que pierde su intimidad lo pierde todo”. Hoy observamos que la utilización de los formidables medios de comunicación se utilizan muchas veces para aniquilar a la persona y para quedar incomunicado. Así se observa que algunos consideran que no han hecho nada si no exhiben lo vivido en las redes sociales, son seres vacíos en el sentido apuntado por T. S. Eliot en el libro que lleva por título Los hombres huecos. Son más bien simples megáfonos de la moda. También se constata la cantidad de jóvenes que están físicamente con un interlocutor pero simultáneamente están mirando la pantalla de su teléfono con lo cual, en definitiva, no están ni con uno ni con otro.
De más está decir que esto no es para cargar contra los medios de comunicación, del mismo modo que no es para cargar contra el martillo si en lugar de clavar un clavo se lo utiliza para romperle la nuca al vecino.
Hay dos libros de nuestra época que muestran la preocupación respecto de la privacidad y la cultura desde dos ángulos opuestos. Se trata de La sociedad del espectáculo de Guy Debord y La civilización del espectáculo de Mario Vargas Llosa. El primero pretende endosar la responsabilidad del asunto al sistema capitalista y hace una reinterpretación marxista de la sociedad con todo el tufo totalitario del caso, mientras que el segundo suscribe la importancia de la libertad y el respeto a las autonomías individuales propias del liberalismo pero advierte respecto a conductas inconvenientes que si bien no lesionan derechos de terceros, voluntariamente afectan aspectos relevantes del progreso cultural.
Esta última visión es la que suscribo en la que la cultura deriva de cultivarse, naturalmente como ser humano y no entrenarse a producir ruidos guturales, a gatear o retrotraerse a las cavernas. Sin embargo, notamos que en la actualidad el batifondo y la imagen sustituyen a la conversación y la lectura de obras que alimenten el alma.
Los lugares en donde en gran medida se reúnen los jóvenes están tan dominados por altísimos decibeles que apenas pueden intercambiar la hora y el nombre de pila para no decir nada de la exploración de Ortega y Gasset (que a veces los sujetos en cuestión estiman que se trata de dos personas).
En la era digital y a pesar de sus extraordinarias contribuciones adelantadas entre otros por Nicholas Negroponte desde MIT en Being Digital, hay estudiosos que se alarman con razón de la falta de concentración y la degradación del lenguaje que, por ejemplo, provoca la ametralla y el tartamudeo de tuits que con ciento cuarenta caracteres limitan la comunicación y el lenguaje, por tanto, el pensamiento.
La mendicante solicitud de amistad por esas vías me parece poco serio y hasta un tanto ridículo. Ahora Facebook, la muy popular red social, se encuentra en un serio entredicho por la filtración de datos privados y por posibilitar la aparente falsificación de identidades, lo cual presenta un problema de seguridad para sus millones de usuarios.
Por su parte, muchas de las manifestaciones artísticas del momento no se basan en criterios estéticos elementales al mostrar, por ejemplo, un inodoro con un trozo de materia fecal como símbolo de arte y así sucesivamente.
Hay en general una tendencia marcada a divertirse, esto es como la palabra lo indica a divertir, a separar de las faenas y obligaciones cotidianas para distraerse lo cual es necesario pero si se convierte en una rutina permanente se aparta de lo relevante en la vida para situarse en un recreo constante, lo cual naturalmente no permite progresar.
Pero hay todavía otro aspecto en este asunto de la intimidad que comentamos al principio de esta nota periodística. Según el diccionario etimológico “privado” proviene del latín privatus que significa en primer término “personal, particular, no público”. El ser humano consolida su personalidad en la medida en que desarrolla sus potencialidades y la abandona en la medida en que se funde y confunde en los otros, esto es, se despersonaliza. La dignidad de la persona deriva de su libre albedrío, es decir, de su autonomía para regir su destino.
La privacidad o intimidad es lo exclusivo, lo propio, lo suyo, la vida humana es inseparable de lo privado, lo privativo de cada uno. Lo personal es lo que se conforma en lo íntimo de cada cual, constituye su aspecto medular y característico. Es la base del derecho. Es el primer paso del derecho de propiedad. Cada persona tiene el derecho de resguardar y preservar su privacidad y decidir que parte de su ser prefiere compartir con otras personas y cual hace pública para conocimiento de todos los que se interesen por esa faceta de la personalidad. El entrometimiento, la injerencia y el avasallamiento compulsivo de la privacidad lesiona gravemente el derecho de la persona.
La primera vez que el tema se trató en profundidad, fue en 1890 en un ensayo publicado por Samuel D. Warren y Luis Brandeis en la Harvard Law Review titulado “El derecho a la intimidad”. En nuestro días, Santos Cifuentes publicó el libro titulado El derecho a la vida privada donde explica que “La intimidad es uno de los bienes principales de los que caracterizan a la persona” y que el “desenvolvimiento de la personalidad psicofísica solo es posible si el ser humano puede conservar un conjunto de aspectos, circunstancias y situaciones que se preservan y se destinan por propia iniciativa a no ser comunicados al mundo exterior” puesto que “va de suyo que perdida esa autodeterminación de mantener reservados tales asuntos, se degrada un aspecto central de la dignidad y se coloca al ser humano en un estado de dependencia y de indefensión”.
Tal vez la obra que más ha tenido repercusión en los tiempos modernos sobre la materia es La sociedad desnuda de Vance Packard y la difusión más didáctica y documentada de múltiples casos es probablemente el libro en coautoría de Ellen Alderman y Caroline Kennedy titulado The Right to Privacy. Los instrumentos modernos de gran sofisticación permiten invadir la privacidad sea a través de rayos infrarrojos, captación de ondas sonoras a larga distancia, cámaras ocultas para filmar, fotografías de alta precisión, espionaje de correos electrónicos y demás parafernalia que puede anular la vida propiamente humana, es decir, la que se sustrae al escrutinio público.
Lo verdaderamente paradójico es la tendencia a exhibir la intimidad voluntariamente sin percatarse que dicha entrega tiende a anular al donante.
Desde que el hombre es hombre ha habido la posibilidad de utilizar instrumentos para bien o para mal. El garrote del cavernícola podía utilizarse como defensa contra las fieras o para liquidar a un contendiente desprevenido. El asunto es que en una sociedad abierta las agencias defensivas y los árbitros en competencia prevengan y repriman las lesiones a los derechos de las personas en el contexto de un proceso evolutivo de descubrimiento de los mecanismos más idóneos para el logro de esos cometidos.
Sin duda que se trata de proteger a quienes efectivamente desean preservar su intimidad de la mirada ajena, lo cual, como queda dicho, no ocurre cuando la persona se expone al público. No es lo mismo la conversación en el seno del propio domicilio que pasearse desnudo por el jardín. No es lo mismo ser sorprendido por una cámara oculta que ingresar a un lugar donde abiertamente se pone como condición la presencia de ese adminículo.
Si bien los intrusos pueden provenir de agentes privados (los cuales deben ser debidamente procesados y penados) hoy debe estarse especialmente alerta a los entrometimientos estatales -inauditos atropellos legales- a través de los llamados servicios de inteligencia, las preguntas insolentes de formularios impositivos, la paranoica pretensión de afectar el secreto de las fuentes de información periodística, los procedimientos de espionaje y toda la vasta red impuesta por la política del gran hermano orwelliano como burda falsificación de un andamiaje teóricamente establecido para preservar los derechos de los gobernados.
Todas las Constituciones civilizadas declaran preservar la privacidad de las personas, pero en muchos casos es letra muerta debido a la permanente acción avasalladora de las impertinentes estructuras gubernamentales que se hacen presentes en los vericuetos y recovecos más íntimos del ser humano. Esa intimidad de la que nace su diferenciación y unicidad que, como escribe Julián Marías en Persona, es “mucho más que lo que aparece en el espejo”.
En ese contexto y en tantos otros en los que se constatan tantos abusos de las maquinarias estatales, suele producirse un temor reverencial a la mal llamada “autoridad”. Mal llamada porque la expresión proviene del latín autor para significar el creador, el que conoce de cierto tema, es decir, quien tiene autoridad moral e intelectual. Por una extensión ilegítima que ha ido aceptando la costumbre y por una expropiación contrabandeada, aquellos que son por naturaleza autoritarios puedan vestirse con plumas ajenas. Así es que se permite la aplicación del término al mandamás, esto es, al que se respalda en la fuerza bruta despojada de la cual queda desnudo de genuina autoridad y de peso propio. Esos personajes son los que en no pocos lares -debido a sus personalidades raquíticas- se hacen llamar “reverendísimo”, “excelencia”, “majestad” y otros dislates de calibre equivalente…relata Kapuscinski en El Sha o la desmesura del poder que los títulos oficiales de ese gobernante eran “Rey de Reyes, Sombra del Todopoderoso, Nuncio de Dios y Centro del Universo” (sic).
James Bovard advierte en La libertad encadenada acerca de los estropicios provocados por aparatos políticos enmascarados en el ideario libertador que se inmiscuyen en las vidas y las haciendas de todos y van convirtiendo la sociedad libre en un verdadero Gulag esclavizante. Y, como escribe Tocqueville en La democracia en América, todo comienza en lo que aparece como manifestaciones insignificantes: “Se olvida que en los detalles es donde es mas peligroso esclavizar a los hombres. Por mi parte, me inclinaría a creer que la libertad es menos necesaria en las grandes cosas que en las pequeñas, sin pensar que se puede asegurar la una sin poseer la otra”. Es como se ha repetido ocurre con la rana: si se la coloca en un recipiente con agua hirviendo reacciona de inmediato y salta al exterior, pero si se le va aumentando la temperatura gradualmente se muere incinerada sin que reaccione, fruto de un acostumbramiento malsano y a todas luces suicida.
Es de desear que se recupere la cultura y la privacidad para bien de la sociedad abierta, nada puede hacerse en este sentido como no sea a través de la persuasión ya que se trata de un proceso axiológico muy diferente al atropello del Leviatán que es de una naturaleza muy distinta a la de los actos voluntarios. De lo contrario, como advierte Vargas Llosa “nos retrotraeremos a la condición de monos” (los humanos se convertirán en El mono vestido tal como titula su libro Duncan Williams).
En lo que se refiere al Leviatán, reitero lo dicho por el jeffersionano y doctor en leyes Leandro N. Alem en la legislatura argentina, en 1880: “Gobernad lo menos posible. Si, gobernad lo menos posible porque mientras menos gobierno extraño tenga el hombre, más avanza la libertad, más gobierno propio tiene y más fortalece su iniciativa y se desenvuelve su actividad”.