Consejero Académico de Libertad y Progreso
EXPANSIÓN – Las transferencias en los modernos Estados democráticos no se destinan principalmente a los marginados: si así fuera, el gasto público sería apenas una fracción de lo que es en realidad. Si alcanza unos porcentajes tan elevados del PIB es porque obedece a otra lógica que no es la atención de los más pobres. Su financiación está muy alejada del modelo Robin Hood, descargando el coste de su fiscalidad y asignando las prestaciones de su gasto entre la mayoría de la población, con rentas no muy alejadas de la mediana. ¿Por qué no se subraya más el que la redistribución es un complejo entramado de idas y vueltas entre las llamadas clases medias, que aspira a maximizar rentabilidades políticas o lobistas, pero no sociales?
Este tema ha sido objeto de interés académico, y ha tenido alguna filtración en la política y los medios, por ejemplo, cuando se habla de “la cultura del subsidio”. Se ocupó de los incentivos contradictorios de las ayudas James Buchanan en su ensayo sobre “El dilema del Samaritano”. Pero quien fue co-fundador con él de la Escuela de la Elección Pública, Gordon Tullock, abordó directamente la cuestión de lo que llamó la caridad de los no caritativos.
Su hipótesis pasa por la disonancia cognitiva: las personas pensamos que está bien ayudar a los pobres, pero no queremos hacerlo tanto como decimos que sería bueno hacerlo. Preferimos, entonces, que lo haga el Estado, y de ahí que tanta gente condene la supuestamente malvada “caridad” y apueste valientemente por los “derechos” y el gasto público, en lo que es una confusión, puesto que sólo la caridad es virtuosa, al ser libre.
El proceso psicológico de racionalización que destaca Tullock funciona así: creemos que nuestra conducta es ética cuando en realidad no lo es, porque no hacemos mucho sacrificio real con lo que es nuestro, sino que aplaudimos que el Estado nos quite el dinero a todos. Así, podemos tener lo mejor de los dos mundos: parecer solidarios y no serlo.
¿Qué hacer? Tullock, economista y jurista, no está seguro de que se deba hacer nada: es una situación que satisface a los individuos, con lo cual, ¿por qué un gobierno democrático no habría de seguir esas preferencias?
Eso sí, para quienes se plantean hacer algo, hay tres alternativas. La primera es la que acabamos de apuntar: no hacer nada, seguir como siempre, y ser austeros con lo que es nuestro y generosos con el dinero de los demás. La otras dos alternativas son: procurar que la gente actúe personalmente como dice que sería bueno actuar, o que hablen como de hecho actúan. Él prefiere esta última, y sospecha que si lo hiciéramos “los pobres recibirían de hecho más dinero del que reciben ahora”.
Este artículo fue publicado originalmente en Expansión (España) el 20 de marzo de 2018.