Perón, la insensatez y el “déjà vu” del ajuste

Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.

Profesor de Finanzas e Historia Económica, Director del Centro de Estudios de Historia Económica y miembro del Comité Académico del Máster de Finanzas de la Universidad del CEMA (UCEMA). Profesor de finanzas en la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York (2013-14). Licenciado en Economía UBA (1985) Master of Business Administration (MBA) de la la Universidad de Chicago (1990). Autor de numerosos libros y artículos académicos sobre historia, economía y finanzas.

CLARÍN – Con la corrida cambiaria de hace dos semanas los argentinos vivimos un déjà vu que quisimos creer era cosa del pasado. La acción decisiva del Banco Central permitió frenarla. Sin embargo, el problema de fondo no se ha resuelto. Se trata de la misma disyuntiva que enfrentamos varias veces en los últimos setenta años: qué hacer cuando nos quedamos sin recursos para financiar la fiesta populista.

La primera fiesta fue con Perón, que tuvo la suerte de que, cuando llegó al poder, el país era acreedor del resto del mundo y en sus primeros dos años de gobierno los precios internacionales de los granos se duplicaron. Los argentinos vivieron entonces la gran fiesta peronista.

Pero a partir de 1948 esos precios comenzaron a bajar y en un patrón que se repetiría hasta hoy la economía entró en crisis. La inflación anual que era 3,9% en 1943, alcanzó 34% en 1949.

Consciente de que la fiesta había terminado, Perón echó a su party planner, Miguel Miranda, y puso a Alfredo Gómez Morales al frente del Banco Central. A pocos días de asumir el cargo, Gómez Morales le presentó un diagnóstico reservado de la situación.

Este documento describe bien el fin de las muchas fiestas que hemos tenido a lo largo de los últimos setenta años (incluyendo la de Cristina Kirchner): inflación creciente, pérdida de reservas, caída de la productividad, crisis externa, un tipo de cambio atrasado y una industria que no podía competir rentablemente con el resto del mundo.

Gómez Morales propuso cerrar la economía, reducir el gasto público, controlar precios y salarios, reducir el crédito y liquidar gradualmente a las empresas improductivas. Es decir, atacar los síntomas en vez de las causas de la enfermedad que eran: la degradación institucional, el aislamiento económico, una distorsión de precios relativos provocada por la creciente intervención estatal, el descontrol del gasto público y una corrupción endémica.

Perón tomó nota, hizo anuncios pero casi nada de lo propuesto se llevó a cabo.

La inacción del gobierno, dos sequías consecutivas y un contexto internacional desfavorable llevaron a la economía a una profunda crisis interna y externa.

En marzo de 1952 la inflación alcanzó casi el 60% anual. Con el colapso del sistema energético los cortes de luz se hicieron rutina. A pesar de ser el “granero del mundo” los argentinos se tuvieron que acostumbrar al pan negro por falta de trigo y a la veda de carne los viernes.

Perón incorporó a su retórica palabras prohibidas hasta entonces, como “austeridad” y “productividad”.

De esta época también son algunas de sus máximas menos conocidas: “Hay que ahorrar, no derrochar” y “Quien gasta más de lo que gana es un insensato”. Gracias al “Plan de austeridad” que diseñó Gómez Morales cayó la inflación y se reactivó la economía.

Pero la fiesta populista había hecho más difícil superar las barreras estructurales al crecimiento sostenido. Consciente de ello, Perón tuvo que comerse varios “sapos” más.

Anunció que el gobierno nacional no intervendría más en las paritarias y que los aumentos salariales podían venir de “un sólo medio: trabajo y productividad”. Los yanquis y los capitalistas dejaron de ser explotadores. “Vamos a permitir que los capitales vuelvan al país otra vez, porque nosotros necesitamos capitales” explicó.

Al poco tiempo comenzó a negociar contratos petroleros con la Standard Oil de California. Tampoco era anti-patriótico endeudarse en el exterior, como lo demostró la negociación de un préstamo con el Eximbank.

Tal fue la reconversión de Perón, que en una conversación privada con el Secretario de Asuntos Inter-americanos de Estados Unidos, reveló que inicialmente había tenido que adoptar una retórica de lucha de clases para lograr el apoyo del pueblo, que estaba adoctrinado por los comunistas.

Gradualmente, explicó, había cambiado su posición: “… hacia la derecha, trayendo conmigo al pueblo”. Porque el pueblo ahora apoyaba su posición abiertamente anticomunista y a favor de la libre empresa. Nunca sabremos en que hubiera terminado este viraje ideológico de Perón, porque entre otros errores, confrontó a la Iglesia, con cuyo apoyo había llegado a la presidencia. De esta manera aseguró su derrocamiento.

En cualquier caso, en 1955 el PBI per cápita era igual al de 1948. El problema no fue que la resaca durara siete años sino que la sociedad argentina se hiciera adicta al populismo.

Como además Perón abortó la posibilidad de una industrialización sustentable, la fiesta populista depende de los ingresos del agro, que ya no vive del trigo y de la carne sino de la soja. Cuando ésta sube de precio, bajo el influjo de un reflejo Pavlov colectivo, los argentinos votan por otra fiesta. Y cuando cae, sufrimos la misma resaca –crisis e inestabilidad– pero con la diferencia de que cada vez somos mas pobres.

La crisis cambiaria fue la consecuencia inevitable de un error de diagnóstico y de confundir los síntomas con la enfermedad. Para evitar que se repita hay que reconocer que la Argentina es un país pobre con una estructura económica improductiva, que se sostiene sobre un estado impagable.

Más deuda no es la solución, por más bajo que sea su costo. Mal que les pese, Macri o la oposición (si llega al poder) tendrán que hacer un ajuste. Y para que la economía crezca y terminemos con la pobreza, deberá ser acompañado por reformas estructurales. Negarlo es una insensatez.

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