Por Enrique Aguilar, Doctor en Ciencias Políticas y docente universitario.
Como ocurre con buena parte de las palabras que se usan habitualmente en política, el término nación es en esencia equívoco y resbaladizo. En efecto, puede designar cosas tan dispares que se comprende que su utilización haya generado disputas de toda índole, heridas que no cicatrizan y hasta verdaderos baños de sangre.
La cosa se complica más cuando se pretende hacer coincidir en un mismo campo semántico a la nación con el Estado, pues podría alegarse que hubo Estados que construyeron naciones, naciones transformadas en Estados o que reclaman todavía serlo, Estados binacionales o plurinacionales, naciones divididas en Estados, Estados que no son naciones, etcétera.
Para una de las concepciones en pugna, la nación, como forma de pertenencia colectiva, se reconoce en la identidad lingüística, las afinidades étnicas, el vínculo territorial o la fidelidad a ciertas costumbres o tradiciones. La cultura, podría afirmarse, precede en este caso a lo que a veces se denomina Estado-nación, es decir, a la nación políticamente organizada y soberana.
Para otros, en cambio, la nación es un proyecto a realizar que resulta independiente de las condiciones culturales de origen (cuyo lugar es ocupado por la posteridad y la descendencia) y que requiere, por lo pronto, de la adhesión libre de las partes involucradas (como ocurre en principio con el modelo federativo) o bien de la imposición de una metrópoli sobre poblaciones sometidas y no integradas culturalmente.
Quizá la expresión más emblemática de este segundo modo de entender la nacionalidad, como unidad política y no cultural, quedó plasmada en las páginas de ¿Qué es el Tercer Estado? (1789), del abate Emmanuel Sieyès, donde se define a la nación como “cuerpo de asociados que viven bajo una ley común y que están representados por la misma legislatura”. La referencia a una “ley común” resumía a la sazón el rechazo a los privilegios de la nobleza y, por ende, la defensa de la igualdad jurídica. Hablar de “una misma legislatura” significaba impugnar en los hechos el sistema bicameral: si la nación era concebida como un solo cuerpo, la doble representación carecía de sustento. Finalmente, el concepto de “asociados”, que constaba ya en la fórmula del contrato social de Rousseau, servía a los fines de borrar de un plumazo un pasado tan milenario como prescindible.
De este modo, escribe Alain Finkielkraut, “la nación revolucionaria desarraigaba a los individuos y los definía más por su humanidad que por su nacimiento. No se trataba de devolver la identidad colectiva a unos seres sin coordenadas ni referencias; se trataba, por el contrario, de afirmar radicalmente su autonomía liberándoles de toda adscripción definitiva”.
“The fact that people all talk
about the nation or capitalism
leads to the belief that the
first step in the study of these
phenomena must be to go and
see what they are like, just as
we should if we heard about a
particular stone or a particular
animal”1. Friedrich Hayek
Al cabo de un siglo, finalizada la guerra franco-prusiana, Ernest Renan ensayó una síntesis superadora de ambas concepciones en su célebre conferencia titulada “¿Qué es una nación?”, de 1882. Renan descartaba allí cinco criterios que, a su juicio, resultaban improcedentes para definir a una nación, a saber: la raza, la lengua, la religión, los intereses comerciales y la geografía. En su lugar, sostenía que una nación es “un principio espiritual” compuesto, por un lado, por “un rico legado de recuerdos” y, por el otro, por “el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de seguir haciendo valer la herencia indivisa que se recibió en común”.
En la opinión de Anthony D. Smith, esta comprensión de la idea nacional por parte de Renan escapa en rigor a la interpretación voluntarista que se ha hecho de ella, como si una nación pudiera ser producto tan sólo de una decisión consciente y deliberada, o una realidad construida ex nihilo. Por el contrario, leída con detenimiento, lo que se advierte en la conferencia es “un acertado equilibrio” entre sus elementos: la combinación de “un cierto romanticismo histórico con una lógica típicamente gala”. La nación sería entonces tradición y empresa a la vez, la suma de historia y destino. En palabras de Renan: “Poseer glorias comunes en el pasado y una voluntad común en el presente; haber hecho grandes cosas juntos y todavía querer hacerlas”. Por consiguiente, “una gran solidaridad” entre un pasado que se arrastra (en el cual los duelos importan más que los triunfos) y un presente que se revela en “el deseo claramente expresado de continuar la vida en común”. De ahí la metáfora del “plebiscito de todos los días”, que decide ciertamente un programa a realizar, pero al mismo tiempo la conservación de un pretérito.
Ahora bien, en un mundo globalizado, con sociedades multiculturales y plurilingües, sin creencias, ideologías ni estilos de vida necesariamente compartidos, donde los sufrimientos de ayer explican en algunos casos las fracturas presentes sin que se vislumbre tampoco un mañana promisorio para el conjunto, ¿en qué sentido podríamos hablar de una nación? Se me ocurren al menos dos maneras.
La primera es privilegiando una acepción política y democrática que, más allá de lo que indique la etimología, identifique a la nación, culturalmente heterogénea, con el Estado y el demos. Es que, en efecto, según apunta el catedrático español Emilio Lamo de Espinosa, “los Estados modernos unen ciudadanos, no naciones”. De ahí que no parezca haber otra alternativa que la de separar la lealtad al Estado (Lamo recurre a este fin al “patriotismo constitucional” de Habermas) de las distintas identidades culturales, sean lingüísticas o étnicas, que, dicho sea de paso, no tienen por qué considerarse excluyentes. Sólo desde esta acepción (que es, insisto, política y democrática) es posible pensar en naciones que alberguen a una pluralidad libremente reunida que en sí misma, para evocar a Lord Acton, representa “una firme barrera contra la intrusión del gobierno más allá de la esfera política que es común a todos”.
La segunda manera es recordando que la nación no constituye una realidad irreductible ni con voluntad propia, y que en su seno cada quien debería poder vivir la comunidad de una manera singular sin verse absorbido por ella. Porque, como escribiera el historiador Ezequiel Gallo, nada hay más acorde con la naturaleza humana que el hecho de compartir valores, tradiciones y aun empresas históricas dentro de unidades territoriales y de población constituidas o en vías de estarlo. Pero ello no debería hacernos olvidar que “el resultado final de esos procesos –la nación– no tiene existencia sino a través de los individuos que la componen, y que es la suerte de esas personas la única medida del éxito o fracaso de la empresa común”.
1“El hecho de que todos hablen de nación o de capitalismo lleva a creer que el primer paso en el estudio de estos fenómenos debe ser ir y mirar cómo son, tal como si oyéramos hablar de una piedra o de un animal en particular”.