Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.Doctor en Administración por la Universidad Católica de La Plata y Profesor Titular de Economía de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA. Sus investigaciones han sido recogidas internacionalmente y ha publicado libros y artículos científicos y de divulgación. Se ha desempeñado como Rector de ESEADE y como consultor para la University of Manchester, Konrad Adenauer Stiftung, OEA, BID y G7Group, Inc. Ha recibido premios y becas, entre las que se destacan la Eisenhower Exchange Fellowship y el Freedom Project de la John Templeton Foundation.
EL CRONISTA – El gobierno del presidente Macri puede mostrar un logro que no es tan visible a primera vista como el precio del dólar, pero es más importante: mejorar la calidad institucional de la Argentina. Nuestro país, tomando en cuenta el índice de Calidad Institucional que elabora la Fundación Libertad y Progreso, cayó desde el puesto 93 hasta el 142 (entre 190 países) en los dos períodos de Cristina Kirchner. Esa tendencia comienza a revertirse en 2016 mejorando 23 posiciones hasta la 119, donde actualmente nos encontramos.
Las razones de ese cambio deberían servir de lección en estos momentos turbulentos. El Gobierno llevó adelante importantes mejoras institucionales. Tal vez sería demasiado llamarlas reformas, porque muchas fueron solamente terminar con los abusos anteriores, tal los casos de la interferencia en la justicia o en la prensa. Son mejoras porque, por ejemplo, en el caso de la prensa no reforman el modelo: Telam sigue estando allí con gran cantidad de empleados y no podemos decir que nos falte información como para justificar su existencia, o la TV pública que nadie ve, salvo para el Mundial.
Hubo algunas reformas institucionales en el área económica tales como el fin del cepo y del default, la suavización de las licencias para importar, la eliminación y/o reducción de retenciones. Por supuesto, pueden interpretarse como medidas de política económica, pero desde el punto de vista institucional significaron una menor violación del derecho de propiedad y de la libertad para realizar contratos.
No obstante, ese impulso de mejora institucional parece haberse frenado y el gobierno se ha concentrado solamente en ciertos resultados de política económica. Esto es evidente en el área de la política monetaria.
Se habla de la independencia del Banco Central, pero desde el punto de vista institucional ésta prácticamente no existe. Es un nivel muy light de independencia. Veamos el caso de la última gestión de Sturzenegger. Seguramente no lo llamaban todos los días para decirle qué tenía que hacer, pero estaba claro que no era independiente de todo el equipo de gobierno ya que pertenece a él desde que estaban en la ciudad. Y si bien tomaba sus propias decisiones hasta dónde llega esa independencia quedó evidenciado en aquella famosa conferencia de prensa de fines de diciembre que dejó las cosas en claro.
Una real independencia institucional no ha existido en las últimas décadas y tal vez nunca. No lo fue con Alfonsín, ni Menem, ni con Néstor o Cristina. Todos los presidentes, tarde o temprano, tuvieron su propio presidente del Central, por más que una aprobación formal del Congreso busque darle cierto toque de división de poderes. Menos aún podemos decir que exista ahora, donde el reciente ministro de Finanzas pasa a ocupar esa posición y nadie duda de su relación con el Presidente. Podrá frenar la corrida y tendrá, seguramente, un preciso conocimiento del funcionamiento del mercado financiero, pero independencia, nada.
Seguramente esto no esté llamando la atención de las autoridades ya que están más ocupadas en salir de la crisis que otra cosa, pero como solemos estar siempre bajo la presión de crisis coyunturales, en algún punto hay que empezar a discutir de qué forma mejorar la calidad institucional de la política monetaria.
En este país bi-monetario, probablemente las autoridades deberían aceptar formalmente que en la competencia de monedas con el dólar más bien pierden, e incluso sería conveniente ampliar esa competencia de monedas, para que no sean solamente los que tengan activos en dólares los que puedan protegerse y lo puedan hacer todos.
Seguramente el arreglo institucional que más nos protegería de corridas de todo tipo sería que no hubiera política monetaria, e incluso que no hubiera Banco Central, ya que la misma ley de defensa de la competencia señala que los monopolios no son buenos.
Ahora bien, centrémonos por el momento en la independencia institucional de la autoridad monetaria. Mientras ésta siga existiendo seguramente sería mejor que la tuviera. Debería, al menos, acercarse más al modelo de la Corte Suprema, donde su presidente fue heredado por el actual gobierno y por ahora apenas ha tenido la posibilidad de nombrar dos de sus integrantes. Eso parece un poco más independiente.
Claro, algunos dirían: ¿entonces Macri debería haber seguido con Vanoli? Bueno, en fin, habría sido algo peor, pero al menos le podría haber echado la culpa de la actual crisis a la herencia.
En el área monetaria, sin embargo, se necesita más. Tal vez podría ser que, ahora que se quiere discutir una reforma a la Carta Orgánica del Banco Central, se modifique el artículo que indica que los directores y el presidente deben ser argentinos (lo que casi garantiza que no sean independientes). Tomemos los países con mejor calidad institucional y menor inflación en 2017: Suiza (0,47%), Israel (0,17%), Irlanda (0,46%). O incluso alguien de Uruguay, que seguramente son más sensatos que nosotros, o de Guatemala, donde el Banco Central tiene prohibido prestar dinero al gobierno. Nombremos directores del BCRA a ex banqueros centrales de esos países, quienes apenas sabrían ni les importaría qué puede pasar en las próximas elecciones.
En fin, en algún momento, algún gobierno tiene que subirse a un bote, ir al medio del lago, ponerse las esposas y tirar la llave al agua, y quedar encadenado, al mismo tiempo que nosotros nos liberamos de esa pesadilla que es la política monetaria.