Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.
Profesor de Finanzas e Historia Económica, Director del Centro de Estudios de Historia Económica y miembro del Comité Académico del Máster de Finanzas de la Universidad del CEMA (UCEMA). Profesor de finanzas en la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York (2013-14). Licenciado en Economía UBA (1985) Master of Business Administration (MBA) de la la Universidad de Chicago (1990). Autor de numerosos libros y artículos académicos sobre historia, economía y finanzas.
CLARÍN – Durante la década que comenzó en 1980 todos los países del Cono Sur recuperaron la democracia luego de largas y cruentas dictaduras militares. Argentina lo hizo a partir de octubre de 1983.
Es decir, que en los últimos 35 años los argentinos elegimos a quienes nos gobernaron y, por ende, somos responsables de los resultados de las políticas que aplicaron. En mayor o menor medida, lo mismo puede decirse de los bolivianos, brasileños, chilenos, paraguayos, peruanos y uruguayos. Vale la pena entonces evaluar esos resultados y ver qué lecciones se pueden extraer de la historia.
Si tomamos el período 1983-2017, desde el punto de vista macroeconómico, la comparación con nuestros vecinos no resulta favorable. Tuvimos la tasa de crecimiento promedio del PBI per cápita más baja y la más volátil, un déficit fiscal primario en promedio sólo superado por Bolivia, el mayor crecimiento del gasto público, el nivel de inversión promedio y la tasa de crecimiento de la productividad más bajos, el mayor aumento de deuda pública externa (con un default que duró 15 años) y la economía más cerrada, menos dinámica y menos diversificada.
Eduardo Duhalde asume como Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, en 1991. Foto Carlos Sarraf
Además, llegamos al 2018 con la tasa de desempleo promedio más alta, la tasa de inflación más alta, un nivel de gasto público sobre PBI un tercio superior al promedio, la presión impositiva más alta, el nivel de endeudamiento externo en relación al PBI y las exportaciones más alto, la calificación crediticia más baja y la prima de riesgo país más alta.
Si sumamos las diferencias desde 1983 a 2017 entre nuestro PBI en dólares y el que hubiéramos alcanzado creciendo igual que el promedio de nuestros vecinos (y las ajustamos por la inflación del dólar) obtenemos la friolera de 8,4 billones de dólares.
Esta cifra equivale a más de 12 veces el PBI de 2017 o prácticamente el PBI combinado de Alemania y Japón ese año. ¡O sea 187.773 dólares por cada argentino que camina por esta bendita tierra! Este fue el costo de gobernar mal.
Uno podría preguntarse si semejantes resultados se deben a que se “nos cayó el mundo encima”. Indudablemente, nos impactaron negativamente sucesivas crisis originadas en el resto del mundo, pero también a nuestros vecinos. Tampoco se le puede echar toda la culpa a nuestra crisis de 2001, ya que si desde 2006 (cuando superamos el máximo previo) hubiéramos crecido como Uruguay –que la sufrió casi con la misma intensidad– en 2017 el PBI per cápita de Argentina habría sido un 35% más alto.
Por otra parte, a lo largo del período en cuestión, la evolución de los términos del intercambio fue significativamente más favorable para Argentina que para el promedio de los otros países del Cono Sur. Además, la tasa de interés en Estados Unidos bajó de 12% a menos de 2%. Es decir que, aunque con algunos altibajos (que también afectaron a nuestros vecinos), enfrentamos uncontexto internacional favorable para el desarrollo de la economía del país.
La presidente Cristina Kirchner con el ministro de Planificación Federal, Julio de Vido, en 2014, hoy preso. AFP PHOTO / JUAN MABROMATA
Uno podría entonces preguntarse si este pobre desempeño económico fue el costo que pagamos como sociedad para conseguir menos desigualdad, menos pobreza, menos corrupción, mejor educación y/o mayor calidad institucional.
La respuesta es negativa. En comparación con nuestros vecinos, nuestro desempeño en todas estas dimensiones fue, en el mejor de los casos, mediocre.
Sería fácil responsabilizar de estos magros resultados a quienes han gobernado desde 1983. Sin duda les cabe una gran responsabilidad, pero la realidad es que fueron elegidos por los argentinos. Durante lo que va de este siglo elegimos mayoritariamente un populismo irresponsable y cleptocrático cuando el mundo nos presentó la mejor oportunidad en setenta años para revertir nuestra larga decadencia. Y aún hoy, cuando contamos con evidencia incontrastable de la raíz corrupta de ese populismo (y su enorme costo) y tenemos a la vista la catástrofe socio-económica sin precedentes de Venezuela (que era el modelo que aspiraba imitar), casi un 30% del electorado sigue creyendo que es la solución.
La culpa de nuestro fracaso colectivo no es del imperialismo ni del FMI ni de los grupos concentrados ni de la mala suerte. Las teorías conspirativas quizás protejan nuestra auto-estima pero obstaculizan el aprendizaje colectivo.
Es hora de hacernos cargo como sociedad de nuestra cuota de responsabilidad. Y también de aprender (y cambiar), ya que si los próximos 35 años son como los últimos 35, en un lapso de un siglo habremos pasado de ser la primera economía de América Latina a ser la quinta o sexta. Sería otro penoso récord para agregar a una larga lista.
Emilio Ocampo es economista e historiador, miembro del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso