Por Enrique Aguilar.
Prestigiosos constitucionalistas han recordado últimamente cómo el modelo triunfante en Filadelfia (1787/88), al momento de la organización constitucional norteamericana, rechazó la previsión de controles populares del ejercicio del gobierno, consagrando en su lugar mecanismos de control interno entendidos como “precauciones auxiliares” (en la expresión de James Madison) de la legitimidad democrática.
¿Cuáles eran estas precauciones? La doble distribución del poder entre sus tres departamentos y entre el gobierno federal y los gobiernos estaduales; la división del Legislativo en dos cámaras; el fortalecimiento del Ejecutivo; la dispar duración de los mandatos; la completa independencia del Poder Judicial como custodio de la Constitución; a las que había de sumar la posibilidad de que, en virtud de la ampliación de la esfera de acción que la unión federal permitía (al reunir los entonces trece Estados independientes en un gran Estado), los intereses de la sociedad se multiplicaran obstaculizando de este modo la formación de mayorías opresoras.
De ahí resultó un modelo de democracia restringida o “electoral”, con arreglo al cual los ciudadanos cuentan con escasas oportunidades de expresarse formalmente como no sea mediante comicios pensados a intervalos fijos, o por algún mecanismo semidirecto de participación (como ocurre en nuestro caso con las consultas e iniciativas populares), sin carácter vinculante. Así se lo diseñó. El control de los representantes -reitero- debía ser interno o endógeno, para que “el poder frene al poder” o “la ambición contrarreste a la ambición”, según las conocidas fórmulas de Montesquieu y Madison, respectivamente.
Quiero defender una visión alternativa que arroja algunas dudas sobre la confianza depositada en este modelo. En efecto, en el número 10 de El Federalista, Madison afirma que la democracia representativa o “república” (este es el término que utiliza, despojándolo de sus connotaciones clásicas) es superior a la democracia directa o “pura” porque las “perspectivas públicas” se ven perfeccionadas al pasar por el tamiz de un grupo escogido de ciudadanos, presuntamente más sabios y prudentes a la hora de discernir “el verdadero interés” del país. Sin embargo, a renglón seguido contempla la posibilidad inversa de que “hombres con temperamentos facciosos, prejuicios locales o planes siniestros puedan, mediante intriga, corrupción u otros medios, obtener primero los votos para luego traicionar los intereses del pueblo”.
¿Cuál había sido entonces la intención de Madison? ¿Expresar su confianza en la idoneidad de una elite capaz de autocontrolarse? ¿O más bien, como sostiene Brian Garsten, “socavar la idea de que el gobierno puede representar adecuadamente al pueblo”? De ser correcto esto último, se comprende su insistencia en la ampliación territorial que el sistema federal significaba, puesto que ello redundaría seguramente en un número mayor de candidatos y, sobre todo, de electores que pudieran prevenirse de “las artes maliciosas” con las que a veces aquellos se alzan con la victoria. Por la misma razón, se comprende su apoyo, en el número 57 de El Federalista, a las elecciones frecuentes, que consideraba el instrumento más eficaz para recordar a los representantes “su dependencia del pueblo” y para evitar que, una vez apoltronados en sus bancas, ese recuerdo se desvaneciera con el ejercicio cotidiano del poder.
A la luz de tantos secretos a voces que se han venido develando en nuestro país y de los registros “encuadernados” del descomunal latrocinio consumado, resulta aleccionador traer a la memoria, entre otras, estas viejas lecciones de la teoría política que nos alertan sobre el verdadero flagelo en que los gobiernos pueden sin pudor convertirse mientras no funcionen las garantías institucionales adecuadas de la mano de una opinión pública suficientemente comprometida y vigilante para hacerlas valer.
En el prefacio a la edición española (1985) de su consagrada obra El concepto de representación, Hanna Pitkin se lamentó de haber omitido lo que casi veinte años después se le revelaba como un tema político insoslayable: “la problemática relación existente entre representación y democracia”. En efecto, su libro no había considerado “con seriedad” la cuestión de que “las instituciones representativas pueden traicionar en vez de servir a la democracia y la libertad”, excluyendo de este modo a la mayoría de los ciudadanos de lo que sus representantes les prometen.