Por Lic. José Luis Jerez
En mi último libro La atrofia generalizada. A dónde nos llevó el populismo, he mostrado que este último, el populismo, ha llevado a un sinnúmero de personas, y a unas cuantas generaciones, hacia esta condición humana de reposo y gandulería permanentes a la que he dado en llamar “la atrofia generalizada”. ¿De qué se trata? Inicialmente, de la incapacidad de valerse del propio entendimiento y de pararse sobre los propios pies, pero también así, y peor aún, del convencimiento generalizado y colectivo, de que ya no es posible, sin un tutor (el Estado intervencionista, por ejemplo), valerse del propio entendimiento y pararse sobre los propios pies. ¿Cuál es mi propuesta para este artículo? Ampliar el campo visual y mostrar que la libertad de los hombres radica, no solo en evitar el populismo (de derecha o de izquierda, lo mismo da), sino de resistir, cuanto se pueda, a todo tipo de paternalismo intervencionista, y esto en el ámbito de la vida que sea.
¿Pero a qué me refiero cuando hablo de paternalismo? Vayamos a la definición más clara y concisa: a la actitud protectora de una persona o institución que ejerce una autoridad sobre los “sujetos/sujetados”. ¿Sujetados? Necesariamente, al permanente amparo que brinda la autoridad benefactora, aun a expensas de una disminución o de una pérdida completa de la libertad individual. Y, si algo abunda –al menos discursivamente– en nuestra cultura es la presencia del paternalismo, que por cierto, es lo opuesto al autonomismo; más claramente, a la independencia de las personas: a la capacidad de valerse de su propio entendimiento (Sapere Aude!) o de pararse sobre sus propios pies. En cuestiones políticas, por ejemplo, en gran parte de Latinoamérica, la cual está signada por el auto-denominado “Socialismo del Siglo XXI”, tenemos que tanto el socialismo, como el intervencionismo, el proteccionismo, el estatismo (al grito de un Estado grande… de un Estado presente…), como el populismo (repito, de derecha o de izquierda, lo mismo da), hincan sus raíces en el paternalismo. Son, por esencia, modos de paternalismos. El argumento, evidentemente persuasivo, por mal que nos pese, que ha llevado a tantas personas de nuestra cultura –a tantas generaciones– a preferir el paternalismo por sobre el autonomismo, y digámoslo ya claramente, que los ha llevado a elegir la esclavitud por sobre la libertad individual, es de corte marxista, y fue el escritor argentino Enrique Arenz quien lo expuso claramente de la siguiente manera: « ¿Para qué queremos la libertad –suelen preguntarse maliciosamente los marxistas y sus adláteres de diversas ideología– para morirnos de hambre? Esta repetida pregunta tiene sus orígenes en expresiones del propio Marx, quien afirmaba que un hombre verdaderamente libre no era aquel que disfrutaba de ausencia de coacción sino quien disponía de los medios materiales para ejercer su libertad, pues –según él– aquella personas que no tienen en sus manos los recursos indispensables “solo son libres para morirse de hambre” ». ¿Cuál es la esencia, la naturaleza, de este argumento? El paternalismo. Y es justamente este tipo de valor: el del “padre salvífico” –no olvidemos que se trata de lo opuesto a una “cultura de la autonomía, de la emancipación y la libertad humanas”– lo que muchos de los intelectuales de nuestra época y de nuestra cultura han comprado a gusto y graban como ideología, o como religión, en infinidad de sus publicaciones (libros, artículos, ponencias académicas, etc.) –obviamente, la más de las veces, financiados con fondos públicos–; publicaciones que más tarde compran nuestros maestros y profesores, y que reproducen al dedillo, en cada aula de cada escuela, sin importar el nivel o la modalidad de enseñanza. ¿Qué habita en el núcleo duro de esta práctica reproductiva escolarizada, en este pasaje que va de los libros de otros a las aulas propias? Otra vez, el paternalismo. Y no sobra la redundancia: esa incapacidad de valerse del propio entendimiento y de pararse sobre los propios pies.