Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
EL CRONISTA – Hay una muy justificada preocupación por el alto grado de corrupción, especialmente en el contexto del gobierno anterior al actual, aunque los desmanes inauditos de los aparatos estatales vienen de largo. Con razón la gente de bien quiere que se recuperen los activos robados a la brevedad a los efectos de aliviar las arcas fiscales y poder así disminuir la carga tributaria descomunal que viene soportando la población.
Pero el asunto no es proceder en cualquier dirección. Es indispensable actuar con el cuidado necesario para ser congruentes con el debido proceso y el consiguiente resguardo a las autonomías individuales. Sobre todo es menester como una elemental gimnasia higiénica ponerse en los zapatos de la persona a quien se le confiscan sus bienes antes de una sentencia firme, lo cual, tengamos muy en cuenta, constituye un arma potente para los tiranuelos en potencia.
Hoy la figura del decomiso está presente en el Código Penal argentino como una privación transitoria de activos, aunque originalmente estuvo pensada para la incautación de mercaderías al momento consideradas ilícitas por lo que se especificaba la prohibición de venderlas y con al mandato expreso de destruirlas. En cualquier caso, la llamada extinción de dominio pretende que la propiedad puede extinguirse lo cual es un absurdo, puede eso si transferirse a otro u otros, voluntaria o coercitivamente. En el caso que nos ocupa quiere decir que por fuera del Poder Judicial resulta posible al aparato estatal intervenir en un proceso judicial y si el confiscado resultara inocente deberá iniciar una causa con lo que eventualmente será resarcido ex post facto.
Como queda dicho, en verdad la figura de la extinción de dominio es un subterfugio para ocultar la confiscación, enfáticamente excluida de las facultades del poder político por la Constitución Nacional.
Lo dicho no significa que no puedan adoptarse medidas precautorias, especialmente cuando hay riesgo de que se interfiera el proceso judicial para tergiversar sus resultados o cuando hay posibilidades de fuga del sospechoso, pero en última instancia debe prevalecer el principio de inocencia hasta que la sentencia definitiva demuestre lo contrario.
Desde luego que hay justificadas quejas respecto a las insólitas demoras en las tramitaciones judiciales y hay también elementos políticos que desafortunadamente interfieren, pero esto se resuelve con la debida aceleración a través de límites para pronunciarse tal como en algunos casos ocurre actualmente pero en ningún caso resulta aceptable que los otros poderes del aparato estatal se adelanten a lo que prescribe el Poder Judicial.
Los marcos institucionales civilizados son custodios indispensables para los derechos y, por tanto, para que puedan llevarse a cabo las transacciones libres y voluntarias entre las partes. No resulta posible el apresuramiento por más bien inspirado que sea ya que la contracara amenaza a todos, incluso a los mismos patrocinadores de la medida en cuestión.