Por José Luis Jerez*
Cuando hablamos de libertad lo primero que debemos tener en cuenta es el ente del cual esta puede predicarse. De lo contrario se puede decir rápidamente: « es posible predicar libertad de cualquier cosa ». Se trata de una respuesta viable, pero tan común como banal. Sin embargo, es importante dar cuenta que este permiso que nos habilita predicar cualquier cosa de cualquier otra, no es más que el resultado de la improcedente manipulación de las palabras, o también, porque el juego del lenguaje todo lo permite.
Visto ahora lógicamente, lo cierto es que usted puede elegir predicar libertad de lo existente o bien, de lo que no existe. La elección es singular y usted puede entregarse a ella con total libertad de elección. Lo que no podrá elegir es librarse de las consecuencias éticas, políticas, sociales, de dicha elección.
De acuerdo a lo dicho líneas arriba, la pregunta obligada es: ¿qué es lo que existe? Filosóficamente este interrogante es lo que se conoce como « la pregunta ontológica », es decir, la pregunta por el ente; la pregunta por la cosa. Este interrogante puede traducirse en un sencillo: ¿qué hay? Y una respuesta posible –tal como lo señaló Quine en su momento– es: “lo hay todo”. Es claro que alcanzar una conclusión de este tipo no requiere de grandes esfuerzos conceptuales. El verdadero y auténtico problema aparece cuando se exige compromiso ontológico sobre qué tipo de existencia posee cada uno de los entes existentes. En otras palabras, el auténtico problema es dejar de señalar a la totalidad abstracta (« lo hay todo ») y comenzar a definir los entes que, a fin de cuentas, constituyen y hacen posible dicha totalidad.
Intentaré mostrar, en lo que sigue, que predicar libertad de un ente concreto e indivisible (constituyente de una totalidad), como lo es el individuo, es muy distinto, por no decir, diametralmente opuesto, a hacerlo de la totalidad per se, o bien, de una generalidad estructural cualquiera, la cual por esencia es siempre lingüística, y por consiguiente, jamás material.
Dicho esto, si primero no contamos con una clara distinción entre « lo que existe » y « lo que no existe », difícilmente lograremos tener conocimiento sobre qué cosa resulte valioso predicar libertad. Sin esta previa clasificación de base caeremos –en relación al interrogante inicial– en respuestas tan livianas como improductivas según las cuales « libertad se puede predicar de cualquier cosa ». En otras palabras, el lenguaje nos embrollaría con facilidad, lo que nos llevaría a quedar extraviados en las profundidades de un océano gramatical. Nuestra razón, facultad inestimable, quedaría reducida a la anónima voluntad de una estructura lingüística.
Ahora bien, para alcanzar esta distinción [entre lo que existe y lo que no existe] debemos hacernos, anticipadamente, de un criterio de demarcación. ¿Cuál será el nuestro? Veamos.
Este se basa, ante todo, en saber diferenciar el « plano lingüístico » del « extra-lingüístico ». Dicho más claramente –y haciendo alusión a uno de los libros de Michel Foucault–, debemos diferenciar entre las palabras y las cosas. En segundo lugar, hay que saber diferenciar que hay palabras que existen en su facticidad real (concreta y material) y palabras que sólo existen conceptualmente. Por ejemplo, « individuo » existe tanto como existencia real, fáctica, ¡indivisible!, como en cuanto, existencia conceptual. Por el contrario, « sociedad » sólo cuenta con existencia conceptual; su realidad fáctica y material sólo se hace posible a través del señalamiento de uno y cada uno de los individuos constituyentes de esa Totalidad que aquí llamamos « sociedad ». Pero, en ese caso –y esto es una evidencia– ya no estaríamos hablando de « sociedad » como sí –y una vez más–, de lo único existente, tanto fáctica, concreta y materialmente: el individuo, el hombre de carne y hueso.
Llegados a este punto, bien podemos decir que lo único existente, y lo único sobre lo que vale predicar libertad es el individuo. Lo demás es pura poesía. La libertad individual señala así una defensa de los derechos de alguien que existe no sólo en palabras (conceptualmente) sino en la vida misma, práctica, concreta. Y ya con toda simpleza (que no es simplismo), podemos afirmar que defender los derechos del individuo es defender sus derechos, los míos, los de alguien. Contrariamente, si usted decide defender los derechos de totalidades tribales [téngase por caso: sociedad, pueblo, o cualquier otro grupo o constructo conceptual] sepa bien que se ha dejado persuadir por los juegos del lenguaje, y que su defensa es ahora hacia el lenguaje en sí, al academicismo arrogante, al onanismo conceptual. En otros términos, las palabras se han vuelto su Patria y usted ha comenzado a defenderla a ciegas, siendo también este concepto (« Patria ») otra totalidad abstracta, digna creación lingüística, digna obra del interés de algunos hombres. Y, fíjese bien que si usted debe defender el derecho de esta Totalidad lingüística: “La Patria lingüística”, entonces su libertad individual quedará a un lado, esto es, reducida, o en el peor de los casos, abolida por poder de las palabras. Y sepa bien que lo ha escogido en detrimento de su propia libertad, o lo que es igual, neutralizando el derecho de elegir sobre su propia vida, su libertad y su propiedad. En conclusión, su libertad ha desaparecido, y con ella, usted mismo lo ha hecho.
*El autor es licenciado en Filosofía de la Universidad Nacional de Comahue; profesor de la Universidad de Flores (UFLO) e investigador de las universidades Nacional Autónoma de México y Torino