LA NACIÓN – Jeremy Martin es norteamericano, pero conoce tantos argentinos que metió el dedo en la llaga con una sola pregunta. ¿Puede volver Cristina?, les dijo a los tres oradores. Director de Energía del Instituto de las Américas, Martin moderaba el miércoles pasado en el hotel Alvear un panel ante ejecutivos que en otros rincones de la región suelen estar exclusivamente abocados a los asuntos del petróleo, el gas o la electricidad. Pero esto es la Argentina, y ni el público ni los expositores –el economista Manuel Solanet y los analistas políticos Sergio Berensztein y Juan Cruz Díaz- creyeron descolocado el tema. Todo lo contrario: entender aquí a tiempo la política puede ser el punto de partida de una inversión.
“Si no se presenta va a perjudicar más a Macri”, evaluó Solanet, que concluyó entonces en que no le parecía absurdo que decidiera no hacerlo. Berensztein, que coincidió en la idea del impacto que le causaría al Gobierno ese paso atrás, no quiso arriesgar. “No tengo idea de qué va a hacer”, dijo. Díaz fue a la psicología: no sería extraño que la expresidenta no pudiera con su ego y, por lo tanto, resolviera ser candidata.
Nada explica tanto la fragilidad del país y su persistencia en los problemas como estas elucubraciones. Como si aquel bastón que costó tanto entregar en diciembre de 2015 hubiera sido premonitorio. Macri, que pidió ser juzgado por los resultados con la pobreza, termina el mandato con números peores que los de su antecesora. Según las cifras difundidas anteayer por el Indec, la actividad económica quedó en enero pasado casi en el mismo nivel que en enero de 2016, cuando llegó Cambiemos. Incluso logros que pueden ser vistos por los empresarios como atenuantes de este fracaso -Macri administra una herencia desastrosa y ha logrado al menos sincerar costos y salir del default y el cepo- podrían extinguirse si desde octubre hubiera otro giro hacia el populismo. Socios fundadores del Pro como Horacio Rodríguez Larreta, que cuestionan el armado electoral y algunos aspectos del modelo de gestión, le agregan a estas advertencias abismos de índole personal: un mal paso en octubre hará sucumbir todo el trabajo de un partido que está por cumplir 20 años.
Es cierto que, por necesidad, estas discusiones se apaciguaron en los últimos días mediante el diálogo. María Eugenia Vidal venía bien predispuesta. “Yo sé que un desdoblamiento de las elecciones podría perjudicar a Mauricio y no voy a hacer nada que lo perjudique”, había anticipado el año pasado delante de sus ministros. Pero el escenario no sólo se agravó con la crisis, sino que incluye también una contradicción: la estrategia de campaña de Macri se sustenta justamente en la posibilidad del regreso de Cristina Kirchner, que agrega a su vez incertidumbre cambiaria.
El Presidente es el primero que maneja la hipótesis de esta candidatura. Cree que las circunstancias llevarán a la expresidenta a presentarse y que, eventualmente, si no fuera así, tampoco resultará difícil derrotar a cualquiera de los posibles postulantes, incluido Roberto Lavagna, porque la sociedad ha optado sin retorno por no volver al pasado. Este convencimiento sustentado en mediciones precisas es lo único que tiene para ofrecerles a los detractores de su propio espacio. “De ganar elecciones saben”, admitió a este diario un intendente que ya transpira por el riesgo que supondrá para él y para Vidal el desdoblamiento frustrado de las elecciones. El sujeto tácito de ese “saben” no es Macri, sino el dúo que ha conseguido convencerlo de todo: Marcos Peña y Jaime Durán Barba.
Pero son inquietudes partidarias. Poca cosa, en relación con el descomunal problema de inviabilidad en el que, según el establishment, parece haber entrado el país. Ese “costo argentino”, que no solo está en la cabeza de los empresarios, sino también en la de macristas que confían en ganar en octubre: en el supuesto caso de que fuera reelecto, ¿podría Macri hacer las reformas impopulares que la Argentina necesita para despegar?, se preguntan. El Presidente les contesta en la intimidad que sí. Cada vez que toca el tema, recuerda que fue el peronismo el que le impidió hasta ahora concretarlas. Aunque a veces sonrían o acepten, algunos de sus socios no están todavía convencidos de que sea posible. O, al menos, no sin un acuerdo de gobernabilidad con la oposición.
“Lo que él tiene que pensar es para qué quiere ser presidente”, razonó un visitante frecuente a Olivos que sugiere últimamente algo que el anfitrión no acepta: anticiparse en esas conversaciones con el PJ federal porque, dice, los problemas son tan medulares que, incluso ganando Lavagna, el país también necesitaría de la colaboración de Cambiemos. Para evitar aquí lo que en Brasil, como consignó anteayer el corresponsal Alberto Armendáriz, los opositores a Bolsonaro en el Parlamento llaman “paquete de maldades”.
El Presidente no da señales al respecto. “Voy a ir en el mismo sentido, pero más rápido”, le contestó el martes en Parque Norte a Mario Vargas Llosa cuando el escritor le preguntó si el gradualismo había sido un error y qué haría en el caso de seguir en el poder. De la respuesta podría inferirse que escarmentó en cuatro años. Tal vez si es reelecto, y como su gestión tendrá un horizonte institucional más corto, pueda asumir el costo de medidas duras. Pero en su círculo de amistades ponen también en duda ese optimismo: suponen que, si triunfa en octubre, a Macri le resultará más sencillo pactar reformas laborales, tributarias o previsionales con el PJ, que soñará con verlo desgastado, que con cualquiera de los propios que aspire a sucederlo. Brasil vuelve aquí a servir de ejemplo: con la imagen por el piso y erradicada cualquier pretensión de quedarse, Michel Temer logró a fines de 2017 aprobar en el Congreso una reforma que permitió bajar drásticamente el costo laboral. Como si en su momento a Eduardo Duhalde, último presidente de transición que tuvo la Argentina, le hubiera alcanzado el tiempo para reestructurar la deuda y normalizar tarifas.
Estas comparaciones pueden resultar forzadas, pero confirman la tesis empresarial de que la aspiración electoral suele ser un escollo para el despegue. Como si cada gestión pusiera en juego un drama personal. “Qué bueno que se animó a venir”, lo recibió en aquella reunión del Alvear Jeremy Martin a Gustavo Lopetegui, mientras el dólar subía a 45 pesos. “Cuando me presentan así me siento en Star Wars o Vikingos -contestó el secretario de Energía-. Lo que hago no es irracional y no tiene nada de valiente: es una elección de vida”.
Lopetegui no es un funcionario querido en el mundo de las empresas. Sin embargo, su condición de técnico sin apetencias políticas individuales lo vuelve en ese tipo de foros más creíble que otros. En el fondo, el rechazo a Cristina Kirchner y al gradualismo de Macri parten del mismo reclamo: con problemas tan graves, más que iluminados o salvadores, la Argentina necesita líderes capaces de inmolarse.