Ha publicado artículos en diarios de Estados Unidos y de América Latina y ha aparecido en las cadenas televisivas.
Es miembro de la Mont Pèlerin Society y del Council on Foreign Relations.
Recibió su BA en Northwestern University y su Maestría en la Escuela de Estudios Internacionales de Johns Hopkins University.
Trabajó en asuntos interamericanos en el Center for Strategic and International Studies y en Caribbean/Latin American Action.
EL COMERCIO – CATO – Los sondeos indican que la democracia más poblada del mundo acaba de reelegir a un populista de derecha. En unos días, los resultados oficiales confirmarán si el primer ministro Narendra Modi se quedará para seguir con su agenda nacionalista.
De ser así, India representará el caso más reciente y prominente de la fuerza que sigue teniendo el populismo, tanto en países pobres como ricos. No es una buena noticia para India ni para el mundo.
Cuando Modi asumió el poder en el 2014, muchos esperaban que fuera el Ronald Reagan o Margaret Thatcher de su país. Una de sus consignas era “gobierno mínimo, gobernanza máxima”. Propuso liberalizar la economía. De hecho, la ha desregulado un poco, pero no ha sido suficiente. Es más, llegó a reducir de manera significativa otras libertades económicas y personales.
Desde que empezó a abrir su economía en los noventa, India ha sacado de la pobreza a cientos de millones de personas y ha podido sostener una tasa promedio de crecimiento del 7% en los últimos 15 años. Sigue siendo, sin embargo, una economía con bajos niveles de libertad que deja a buena parte de la población frustrada. Tiene cientos de regulaciones laborales que hacen de ese mercado quizás el más rígido del mundo y explica por qué el 90% de la fuerza laboral se encuentra en el sector informal.
El peso abundante del Estado, combinado con el crecimiento que las liberalizaciones parciales han generado, ha creado las condiciones ideales para que florezca la corrupción. El descontento popular con la corrupción y las trabas en el sector formal contribuyeron a que Modi llegara al poder.
Al igual que Donald Trump en EE.UU., Modi criticó a la clase política hasta entonces dominante –no sin mucha razón– para luego centralizar el poder, en vez de ampliar las libertades. Así, ha impuesto aranceles de hasta 50% sobre 40 bienes manufacturados y otros impuestos a la importación sobre 400 bienes textiles. Así como Trump, dice estar protegiéndose de China.
Los subsidios estatales han proliferado, especialmente durante el ciclo electoral, y el sistema bancario sigue estando politizado. El 70% de los préstamos proviene de bancos estatales, por ejemplo, y el gobierno obliga a todos los bancos a destinar el 40% de sus préstamos a “sectores prioritarios”. Tampoco se han privatizado empresas estatales.
Por esta razón el analista Ruchir Sharma dice que, respecto a lo económico, “Modi se encuentra tan a la izquierda como cualquier otro líder indio que se recuerde”. Por otro lado, Swaminathan Aiyar documenta estas y otras medidas en un estudio nuevo para concluir que la historia de India ha sido una de “éxito del sector privado, fracaso gubernamental y erosión institucional”.
Aiyar y otros acusan a Modi de debilitar instituciones independientes como el Banco Central, donde colocó a un burócrata de confianza en vez de a un profesional, y el sistema policial y de fiscales que están discriminando a las minorías religiosas. Ciertas formas de violencia contra musulmanes han incrementado notablemente bajo Modi y las minorías religiosas reportan sentirse inseguras y acosadas. El partido de Modi es nacionalista hindú y también se asemeja a Trump, en el sentido de que su política busca crear divisiones culturales entre los ciudadanos o patriotas “auténticos” y los demás.
No hay duda de que India tiene que atender a una lista larga de reformas económicas e institucionales. Pero, así como en EE.UU. y demasiados países alrededor del mundo, no podemos esperar a que eso ocurra en un futuro cercano.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 21 de mayo de 2019