Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago. Rector de la Universidad del CEMA. Miembro de la Academia Nacional de Educación. Consejero Académico de Libertad y Progreso.
Revista Criterio. Junio 2019
Hace casi dos años, en julio 2017, el Arzobispo de Montevideo, Cardenal Daniel Sturla, abogó en un programa radial por la libertad de enseñanza: “Lo que la Iglesia trata de proclamar desde hace muchos años en este país es que apliquemos el derecho de los padres a elegir la educación que quieren para sus hijos”.
El Cardenal Sturla recordó que el artículo 68 de la Constitución del Uruguay explicita que “queda garantizada la libertad de enseñanza” y que la intervención del Estado solo está reglamentada con el “objeto de mantener la higiene, la moralidad, la seguridad y el orden público”. Y agregó que la Ley establece que “todo padre o tutor tiene derecho a elegir para la enseñanza de sus hijos o pupilos, los maestros e instituciones que desee”.
El Arzobispo de Montevideo subrayó que este derecho “supondría, en un país democrático y plural como el nuestro, dar a los padres que tienen dificultades económicas la posibilidad de poder también elegir, del mismo modo que lo hacen los padres que tienen suficientes medios”.
Estas declaraciones no hacen sino reafirmar pasadas expresiones del Cardenal. Por ejemplo, en abril 2015 declaró: “Si ponemos al chico en el centro, hay que apoyarlo. Sea público o privado, no importa. Lo que importa es salvar a los chicos concretos, porque si no, caen en lo que ya sabemos, la deserción escolar y por tanto lo que eso trae aparejado: la droga, la esquina, la cerveza”.
Más aún, en una entrevista de junio del mismo año, Sturla fue todavía más punzante, preguntándole él al periodista dónde pensaba que los políticos enviarían a estudiar a sus hijos. Cuando el periodista atinó a responderle que “seguro que a escuelas privadas”, el Cardenal replicó: “si fuera así ¿por qué no le dan a los pobres lo que le dan ellos a sus hijos?”
Un monopolio genera importantes costos para los consumidores, no me puedo imaginar mejor evidencia de ello que el virtual monopolio estatal de la educación. Al fin y cabo, aquellas familias carentes de posibilidades económicas para optar entre una institución pública y otra privada enfrentan al Estado como el proveedor monopolista de los servicios educativos que reciben sus hijos.
Es posible encontrar, a lo largo de los tiempos, múltiples opiniones coincidentes con esta apreciación. Por ejemplo, el renombrado pensador francés Frédéric Bastiat señalaba en 1849 en su ensayo ¿Qué es el dinero? que “la necesidad más urgente no es que el Estado deba enseñar, sino que debe permitir la educación. Todos los monopolios son detestables, pero el peor de todos es el monopolio de la educación”.
Ciento cincuenta años más tarde, en una entrevista realizada en Washington por el Instituto Smithsoniano, Steve Jobs realizó un diagnóstico similar: “Al monopolista no tiene por qué importarle prestar un buen servicio. Eso es sin duda lo que el sistema de educación pública es en la actualidad”. Más aún, agregó Jobs: “Una cuestión de hecho es que si un padre desea que su hijo estudie en un colegio privado no podrá utilizar para ello el costo de educar a su hijo en el colegio público, sino que deberá pagar además el precio de la escuela privada”. Es claro que ello convierte, para muchos padres, a la educación pública como la única alternativa factible para la educación de sus hijos. ¡Un real monopolio!
El permitir a los padres nuevas opciones no significa estar contra el fortalecimiento de la educación pública. Sencillamente consiste en permitir a los padres que, por sus valores, por las aptitudes, gustos o intereses de sus hijos, o por cualquier otra razón, prefieran otra forma de educación para sus hijos puedan optar por la misma. Simplemente consiste en habilitar esta posibilidad, aún para aquellas familias pertenecientes a los estratos más pobres de la sociedad.
Nadie puede estar peor por tener la posibilidad de elegir. Si le preguntamos a un padre de niños en edad escolar si prefiere el actual sistema de educación pública gratuita o recibir un subsidio que le permita elegir la escuela a la que desee enviar a su hijo, ya sea pública o privada, religiosa o laica, su respuesta debería ser obvia, dado que ninguna familia estaría obligada a dejar de enviar sus hijos a una institución pública. Todo padre que desease una educación distinta para sus hijos, a la que hoy no tiene acceso por sus restricciones económicas, podría hacerlo; y quien prefiriese que concurriesen a la escuela pública a la que asisten actualmente también podría hacerlo.
Veamos a modo de ejemplo el caso de Holanda. En la Argentina la asociamos con bicicletas, tulipanes, molinos de viento, tierras ganadas al mar y una compatriota que se convirtió en reina; sin embargo, poco sabemos de su particular y exitoso sistema educativo.
El sistema educativo holandés es uno de los más antiguos del mundo en los cuales encontramos la libertad de los padres de elegir la escuela a la que concurren sus hijos, sea pública o privada, religiosa o laica, financiando el Estado en forma idéntica a todas ellas. El sistema fue establecido en 1917 y se encuentra garantizado por el artículo 23 de la Constitución. El dinero sigue a los estudiantes; cada escuela privada recibe por cada alumno un monto equivalente al costo per cápita de su educación en una institución pública. En 2018 dicho monto ascendía a aproximadamente $ 6.465 para estudiantes de escolaridad primaria y $ 8.321 de secundaria. Los padres no tienen restricción alguna a la hora de elegir la escuela a la que asistirán sus hijos.
Cien años después de instaurarse este sistema, alrededor del 66% del alumnado concurre a escuelas privadas mientras que el 34% lo hace a escuelas públicas, a diferencia del resto de los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OECD) en los cuales, en promedio, el 85% del alumnado concurre a escuelas públicas y el 15% a privadas. Por cierto, un asombroso 70% de todas las escuelas son privadas y el 90% de las escuelas privadas son religiosas.
¿Por qué no evaluar un sistema educativo que privilegia la libertad, por supuesto adecuado a nuestra realidad? ¿Quiénes podrían estar más interesados que los propios padres para decidir qué es lo mejor para sus hijos? ¿Un burócrata? La historia de nuestro país es clara evidencia de lo peligroso de esta premisa.