Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.
Profesor de Finanzas e Historia Económica, Director del Centro de Estudios de Historia Económica y miembro del Comité Académico del Máster de Finanzas de la Universidad del CEMA (UCEMA). Profesor de finanzas en la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York (2013-14). Licenciado en Economía UBA (1985) Master of Business Administration (MBA) de la la Universidad de Chicago (1990). Autor de numerosos libros y artículos académicos sobre historia, economía y finanzas.
El acuerdo del Mercosur con la Unión Europea es la mejor oportunidad que se le presenta el país para revertir la decadencia iniciada hace poco más de siete décadas. Aunque las gestiones se iniciaron tiempo atrás y continuaron bajo varias presidencias, probablemente no se habría firmado este año sin la intervención personal del presidente Macri. Su mérito es incuestionable.
Pero hay que poner el párrafo anterior en contexto. Varios hemos criticado al gobierno por su renuencia a “blanquear” el legado del kirchnerismo, su timidez para avanzar con reformas estructurales, su soltura para endeudar excesivamente al país en el extranjero y su lentitud para reducir el gasto público y la presión impositiva. Las restricciones políticas pueden mitigar en parte estas críticas pero no sirven como excusa, particularmente para la última. Caso contrario, en el último año no podría haber avanzado con el fuerte ajuste fiscal que exigió el FMI.
En cualquier caso, este ajuste no resuelve los problemas fundamentales que enfrenta la economía argentina. Aun si se alcanzara un equilibrio primario sustentable en las cuentas públicas (algo sobre lo cual persisten dudas), el país continuará su decadencia si no se hacen reformas estructurales. De hecho, según las proyecciones del FMI, en 2024 en el ranking mundial de PBI per cápita Argentina ocupará la posición 76 entre 192 países: veinte puestos más abajo que al comenzar este siglo.
Quienes se oponen al acuerdo con la UE entre otras cosas argumentan que condenará a la economía argentina a un “modelo agro-exportador” que beneficia sólo a unos pocos. Se equivocan. El dilema que enfrentamos no es agro versus industria, sino prosperidad versus decadencia. Lo que condenó a la economía argentina a depender de las exportaciones del sector agropecuario fueron las políticas económicas aplicadas a partir de mediados de los años cuarenta. En aquel entonces, el PBI industrial ya superaba el agropecuario. Además, Argentina exportaba el 20% de su producción industrial (incluso a Estados Unidos). Había que avanzar por ese camino para industrializar el país.
En vez a partir de 1946 se promovió un sector industrial prebendario, sin escala, ineficiente y protegido que sólo podía sostenerse confiscando recursos de un sector agropecuario con características exactamente opuestas. El problema es que mientras que desde ese año la población argentina se triplicó y el volumen de la producción agropecuaria se multiplicó por nueve (en relación a 1940-1945), los precios en dólares del agro ajustados por la inflación de EE.UU. cayeron 80%. Esto quiere decir, que, grosso modo, el valor de la producción del agro por habitante en términos reales es poco más de la mitad de lo que era entonces. Con este sistema económico, el resultado inevitable era la decadencia.
Ni siquiera a los chinos, con el mercado de consumidores más grande del mundo, se les ocurrió aplicar una estrategia de industrialización autárquica. Quienes más se perjudicaron por “vivir con los nuestro” no fueron ni las “potencias imperiales” que no pudieron explotarnos vendiéndonos sus productos, ni la “oligarquía terrateniente”, ni los grupos concentrados como Bemberg y Bunge y Born, sino la mayoría de los argentinos. El país quedó cada vez más entrampado en un juego de suma cero del que parecía imposible escapar. Hasta ahora.
Los empresarios industriales argentinos pueden competir internacionalmente siempre y cuando se reduzca el enorme costo que imponen más de cien impuestos, una multiplicidad de trabas y regulaciones y una legislación laboral concebida para la Italia de 1927. Esto es lo que hay que reformar en los próximos 15 años para que el acuerdo con la UE tenga sentido.
El acuerdo está lejos de ser la panacea para los problemas argentinos pero va a contribuir a que esas reformas sean políticamente viables y sostenibles. Además, si la clase dirigente no apoya el acuerdo y el Congreso no lo aprueba, el país quedará económicamente aislado, ya que es muy probable que Brasil lo apruebe, incluso si Lula vuelve a la presidencia. Es decir, significará el fin del Mercosur. El aislamiento y la decadencia a la que lamentablemente muchos argentinos parecen haberse acostumbrado se profundizará.
Desde los años cuarenta el contexto internacional presentó numerosas oportunidades para que la economía argentina mantuviera o retomara su posición de liderazgo en América Latina. En algunos casos estas oportunidades fueron irresponsablemente desaprovechadas por quienes gobernaban el país. En otros, los intentos para aprovecharlas fueron frustrados por cuestiones internas.
Es de esperar que la negociación con quienes desde hace 70 años defienden el atraso argentino será mucho más dura que la que tuvo lugar con los líderes de la UE (tampoco hay que subestimar la resistencia que opondrán los agricultores franceses). Pero vale la pena el esfuerzo, ya que es difícil imaginar una mejor oportunidad que este acuerdo para evitar que nuestra decadencia frustre otra generación de argentinos. El tiempo dirá si la dirigencia política, empresaria y sindical está a la altura del desafío.