Por: Dr.Ruben J. Fusario
Los seres humanos somos diferentes, con dones, talentos, capacidades, características físicas y psicológicas también distintas y en consecuencia no disponemos de las mismas oportunidades en la vida y mucho menos obtenemos como producto de nuestra actividad los mismos resultados.
Dijo Karl Popper: “luché por la igualdad hasta que me percaté de que en la lucha por la igualdad se perdía la libertad y después no había igualdad entre los no libres”. Imponer la igualdad de resultados entre los individuos implica necesariamente perder la libertad.
La búsqueda de la igualdad la podemos encontrar en la escuela filosófica de los estoicos romanos que afirmaban que los seres humanos somos iguales en su naturaleza, posteriormente el cristianismo aportó la idea de que todos somos iguales ante Dios. En el siglo XVII surgió en Inglaterra el concepto de igualdad ante la ley básicamente expresaba que, independientemente de la condición social, todos los individuos deben tener la misma sanción para los mismos delitos. Sin embargo, a partir de la Revolución Francesa en 1789, surgió la idea de la igualdad de resultados o de logros. Engels y Marx desarrollaron aún más este concepto dando lugar a la nefasta y trágica idea utópica del socialismo que debía concluir en el comunismo. Esta igualdad de resultados implica igualdad de logros, igualdad de ingresos (independientemente del esfuerzo y capacidad personal), desaparición del derecho de propiedad, en resumen, que todos obtengamos en forma igualitaria un mismo resultado material en patrimonios e ingresos. En los países en los que se puso en práctica esta idea, significo el empobrecimiento general y la supresión de la libertad de los individuos.
Por otro lado, la igualdad de oportunidades es una clara utopía y constituye un concepto demagógico, pero “políticamente correcto”, repetido hasta el cansancio por políticos, periodistas, comunicadores sociales, intelectuales y por supuesto por la izquierda en general. Por otro lado, si se pretende nivelar por parte del estado los resultados mediante una especie de “cuchilla horizontal” para que ningún individuo sobresalga en su actividad o en su patrimonio, se origina un achatamiento inevitable del progreso material y moral de la sociedad que lleva inexorablemente a la mediocridad.
¿A qué obedece entonces el deseo de parte de la sociedad, y muy especialmente de los intelectuales, por la igualdad, tanto de resultados como de oportunidades? Para obtener una explicación posible podemos recurrir al artículo de Bertrand de Jouvenel “Los intelectuales Europeos y el Capitalismo”. Este autor plantea la siguiente pregunta ¿Por qué sistemáticamente los intelectuales odian al capitalismo?, explica que esto ocurre por tres causas principales: la primera es la ignorancia respecto al funcionamiento de la economía en general y en particular al proceso de mercado; la segunda es la soberbia y la arrogancia. Los intelectuales consideran que están más capacitados que los demás mortales para decirnos cuál es la ideología correcta que tenemos que abrazar, y por supuesto esa ideología es el socialismo. La tercera causa, creo la más relevante, es el resentimiento y la envidia ante el éxito en el mercado de otros agentes que ofrecen bienes y servicios requeridos por la sociedad, en lugar de los que ellos producen.
Para los liberales la desigualdad social no es importante, lo que interesa es disminuir la pobreza y que los mas necesitados y de menores recursos realmente progresen respecto de la generación precedente y por supuesto tengan más oportunidades, pero no necesariamente iguales. Por otro lado, la “igualdad ante la ley” de los individuos ha sido una bandera enarbolada permanentemente por el liberalismo, los liberales lucharon siempre contra los privilegios ante la ley que poseían las castas, las clases dominantes, la nobleza, la realeza y el poder central en general.
Bajo los regímenes socialistas del siglo XX se pretendió imponer la igualdad de resultados coercitivamente, ejecutando millones de personas en los campos de trabajo forzado, en los campos de concentración, por hambrunas, por limpiezas étnicas, en guerras civiles que llevaron a los comunistas al poder y en guerras subversivas como las padecidas en América latina. Cabe aclarar que en los años 60 mas de la mitad de la población mundial miraba con simpatía y esperanza esta ideología política que ofrecía una utopía denominada comunismo, basada en la “igualdad de resultados y la felicidad general”.
John Stuart Mill expresó que todas las ideas nuevas pasan por tres etapas; la ridiculización, la discusión y la adopción. El marxismo pasó por estas etapas, pero luego de llegar a la adopción y ponerse en práctica, los países que la experimentaron comenzaron a padecer enormes debacles económicos y sociales, con millones de muertos. Con la caída del “muro de la vergüenza” en 1989, esos países pasaron inexorablemente al sistema de libre mercado. No obstante, no fue inocua esta experiencia; según se puede extraer de la obra de Matthew White “El libro negro de la humanidad”, el marxismo antes de sucumbir ha causado en forma directa e indirecta el exterminio de aproximadamente cien millones de personas en todo el mundo. Una costosa y dolorosa experiencia para toda la humanidad.
La idea generalizada de la igualdad de resultados está vinculada a la evolución del concepto de los “derechos negativos” que mutaron posteriormente hacia los “derechos positivos” de los individuos.
La libertad individual estuvo siempre estrechamente vinculada a los denominados “derechos negativos”, estos, excluyen la posibilidad que otros individuos coarten nuestros derechos individuales, y no exigen de los demás ningún tipo de acción, que no sea la de abstenerse de interferir en el ejercicio de nuestra propia libertad. Por ejemplo, el derecho de una persona a transitar libremente no impone de los demás ningún tipo de obligación o acción, que no sea la de no interferir en el derecho de transitar. Para garantizar los derechos negativos las acciones o funciones básicas que debe cumplir el estado son mínimas: la justicia, las relaciones exteriores, la seguridad interna y externa de la nación. Es evidente que dicho estado al ejecutar un número muy reducido de funciones sería un estado pequeño, eficaz y eficiente, no debería generar déficit fiscal significativo y acotaría el margen de maniobra de la clase política, reduciendo la posibilidad de la instalación de gobiernos cleptocráticos tan frecuentes en estas latitudes.
Los derechos positivos o derechos sociales son la expectativa que un individuo tiene respecto de lo que otros ciudadanos a través del gobierno le tienen que proporcionar. Los partidarios de los derechos positivos sostienen que de nada sirve la libertad del individuo si no se cuenta con los medios para ejercerla, y tiene que ser el estado quien garantice la provisión de los mismos con cargo a la renta general y quitándole coercitivamente los recursos al contribuyente, creando nuevos impuestos o aumentando los existentes. En este caso, el estado requiere de una estructura muchos mayor, es el “estado benefactor”, que va a garantizar que las personas dispongan de los recursos necesarios para ejercer los derechos positivos. El problema es que estos derechos colisionan con la libertad, el derecho positivo que un individuo va a gozar (por ejemplo: educación gratuita, planes sociales, vivienda social, asistencia sanitaria gratuita, subsidios, aranceles preferenciales y exenciones impositivas para empresas, etc) algún otro lo tiene que pagar, en consecuencia el trato ante la ley de ambos, el que recibe el beneficio y el que lo paga, ya no es igual. Esta es una de las banderas principales de la izquierda y en general de los gobiernos populistas que “distribuyen” recursos. Al respecto, Robert Nozick dijo: “los gobiernos fluctúan entre liberales que generan riqueza y progresistas que la despilfarran”. El problema en nuestro país es que a partir comienzos del siglo XX no hemos experimentado gobiernos liberales que posibilitaran la generación sostenida de riqueza.
Para administrar los derechos positivos el estado distribuidor se convierte en el “repartidor de derechos”, generándose una gran ficción, como decía Frédéric Bastiat, por la cual todos pretendemos vivir de todos los demás a través del estado. Los que se benefician principalmente del estado distribuidor son aquellos que en momentos de crisis reciben del gobierno los “financial bailout”, que son transferencias coercitivas organizadas desde el estado, que pagan los ciudadanos comunes que no tienen poder de lobby, en beneficio de bancos, compañías, empresas etc, que han sido ineficientes, irresponsables o ambas cosas a la vez.
El estado distribuidor otorga un poder importante a la clase política y también al poder judicial, que se convierten en verdaderos “justicieros”, esto es, cuando alguien no obtiene un derecho positivo actúan coercitivamente contra el resto de los ciudadanos para suministrárselo, por ejemplo vía impuestos. Por último, la igualdad de resultados es una utopía peligrosa, la cual, conjuntamente con el abuso en los derechos positivos constituyen un ataque a la propiedad privada y a la libertad de las personas. Pero claro, este último concepto no es políticamente correcto, no obstante, como dijo Thomas Sowell: “Cuando quieres ayudar a la gente, les dices la verdad. Cuando quieres ayudarte a ti mismo, les dices lo que ellos quieren oír”, para esto último están los políticos.