Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.
Profesor de Finanzas e Historia Económica, Director del Centro de Estudios de Historia Económica y miembro del Comité Académico del Máster de Finanzas de la Universidad del CEMA (UCEMA). Profesor de finanzas en la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York (2013-14). Licenciado en Economía UBA (1985) Master of Business Administration (MBA) de la la Universidad de Chicago (1990). Autor de numerosos libros y artículos académicos sobre historia, economía y finanzas.
EMILIO OCAMPO BLOG – En 36 años de democracia, la economía argentina estuvo en recesión en quince. Desde 2011 que el PBI per capita no crece. Hemos tenido dos grandes crisis (1989-1990 y 2001-2002). En la primera terminamos en una hiperinflación y en la segunda un default. Y ahora parece que nos encaminamos a una combinación de ambos escenarios. No le podemos echar la culpa a un dictador de este paupérrimo desempeño, ya que fuimos los argentinos quienes elegimos a quienes nos gobernaron durante todo este tiempo.
Desde 1983, los gobiernos no peronistas han asumido el poder abrazados al mito de que Argentina no es gobernable con políticas económicas sensatas. Su hipótesis de máxima es manejar el sistema populista que nos rige hace setenta años con mayor eficiencia y calidad institucional. Cualquier otra opción es descartada de plano como políticamente inviable. Se trata de una forma extraña de gatopardismo: cambiar un poquito para que no cambie nada y cruzar los dedos para que funcione. Y si en algún momento parece que funciona (Alfonsín en 1985 y Macri en 2017), se convencen de que han encontrado el santo grial. Este efímero entusiasmo es seguido por la inevitable debacle financiera.
Como muchos otros mitos a los que vivimos aferrados los argentinos, este también requiere una distorsión de la realidad. Menem demostró en 1991 y 1995 que se pueden ganar elecciones con una política de shock pro-mercado.
Añadirle institucionalidad “cívica” al sistema populista no puede hacerlo económicamente viable, es decir, que logre mejorar de manera sostenida el nivel de ingresos de la mayoría de los argentinos. Simplemente hace que la situación sea más tolerable para quienes intentan desarrollar sus planes de vida y de negocios sin depender de subsidios, privilegios y/o prebendas estatales.
Lo cual no significa que la institucionalidad no importe. Pero no alcanza con respetar las minorías, la división de poderes, la libertad de prensa y la libre expresión de las ideas. El derecho a gozar el producto del propio trabajo y esfuerzo –derecho esencial para que una economía crezca e innove– estará siempre vulnerable mientras siga intacto el sistema populista. Esto es así por una razón muy simple: su esencia es redistribuir ingresos de argentinos productivos a argentinos improductivos. Como por razones obvias este último grupo es cada vez más numeroso, la economía no crece y el gasto público es cada vez más alto en relación a su capacidad productiva.
Insistir con este sistema condena al país a una decadencia cada vez más intolerable. Sólo basta mirar alrededor nuestro. Si desde 1983 hubiéramos crecido como el promedio de nuestros vecinos, nuestro PBI per capita hoy sería similar al de España e Italia. En vez, estamos compitiendo con Venezuela en el “top ten” del ranking mundial de estanflación.
Pero como nadie se atreve a cambiar el sistema populista, la principal tarea a la que se abocan quienes llegan al poder es encontrar maneras de financiarlo, aunque sean necesariamente insostenibles. Comprar tiempo a cualquier costo, esperando que un milagro los salve parece ser el mantra que los guía.
Cuando los impuestos ya resultan intolerables, los inversores locales requieren tasas de interés astronómicas para renovar los vencimientos de deuda y los internacionales se niegan a seguir prestándonos fondos, el menú de opciones se reduce a la hiperinflación, la confiscación de los ahorros privados y/o la reestructuración, licuación o cesación de pagos de la deuda interna y externa, en pesos y en dólares.
Luego de haber visto esta película varias veces, cuando aparecen los títulos en la pantalla, quienes tienen pesos salen a comprar dólares, quienes tienen dólares en cuentas bancarias los retiran y quienes tienen bonos del gobierno los venden. El guión de la remake es casi idéntico, aunque siempre con un detalle original y pintoresco, y el desenlace también es el mismo: una confiscación de los ahorros de inversores locales y extranjeros para cubrir las excesivas necesidades financieras que requiere el sistema populista para sobrevivir.
Con el auge en el precio de la soja de 2002 a 2012, el kirchnerismo tuvo una oportunidad histórica para cortar de cuajo esta dinámica. Optó en vez por otra fiesta de consumo que financió apropiándose de las jubilaciones privadas, las reservas del BCRA, los ingresos y el patrimonio de los productores agropecuarios, los pesos (vía inflación) y dólares (vía cepo) de los ahorristas, las reservas de petróleo y gas, etc. Parafraseando al Perón de 1952 podríamos decir que el experimento K fue el colmo de la insensatez.
Y cuando Macri llegó al gobierno también tuvo una oportunidad histórica para intentar corregir el sistema que heredó del kirchnerismo. Reconozco que no era una tarea fácil. También que parece siempre más fácil desde afuera. Sin embargo, la coyuntura que enfrentaba el país en diciembre de 2015 era tan crítica que no había lugar para medias tintas. Si la convicción de un político es que no se puede cambiar el sistema, presentarse como el candidato por el cambio es una hipocresía y una irresponsabilidad.
Cuando el primer ministro de Inglaterra Neville Chamberlain regresó de Munich con el infame pacto de ese nombre bajo el brazo, Churchill lo confrontó: “Ud. tuvo la opción de elegir entre el deshonor y la guerra. Eligió el deshonor y tendrá una guerra”.
Macri también tuvo una opción: intentar reformar un sistema inviable con el riesgo de perder las elecciones o encontrar otra “caja” que pudiera financiarlo por algunos años con la esperanza de ganar otra elección. Eligió la segunda, pero terminó perdiendo las elecciones y magnificó la crisis que heredó del kirchnerismo.
El estrepitoso final de su gobierno además ha contribuido a reforzar otro mito pernicioso que puede terminar convirtiéndose en una profecía auto-cumplida: que Argentina es sólo gobernable por el peronismo.
Publicado en: https://emilioocampoblog.wordpress.com