El fracaso no es del modelo chileno, sino de sus defensores

Por Mauricio Rojas.

EL LÍBERO – El pánico cunde hoy entre muchos que no supieron defender, reformándolo a tiempo y atendiendo de manera contundente las urgencias sociales, el modelo de desarrollo que tanto progreso nos ha traído. Cuando se le cierran las puertas a la evolución, se le pueden abrir a la revolución y al descriterio.

Lo ocurrido recientemente en Chile no es producto del fracaso de su modelo de desarrollo, sino de su éxito. Lo que sí ha fracasado es una centroderecha miope e incapaz de liderar las profundas transformaciones que ese éxito hacía imprescindibles. En suma, no es el modelo sino sus defensores los que han fracasado.

El progreso chileno durante estos últimos treinta años ha sido extraordinario y convirtió a Chile de un país bastante mediocre en la estrella más brillante del firmamento latinoamericano. Ha sido, con distancia, la sociedad con mayor reducción de la pobreza, aumento generalizado del bienestar, expansión de la educación superior, ampliación de las clases medias y movilidad social. Incluso la desigualdad, aun siendo todavía demasiado alta, se ha reducido. Según los datos entregados por el exministro de Hacienda de Michelle Bachelet, Rodrigo Valdés, el coeficiente de Gini bajó de 0,573 a 0,477 entre 1990 y 2015. La razón de ello es que los ingresos disponibles de los más pobres aumentaron mucho más rápido que el de los más ricos (el ingreso del decil más rico aumentó 208% entre 1990 y 2015, mientras que el del decil más pobre lo hizo con 439%).

Este extraordinario progreso ha generado un país totalmente distinto a aquel que existía hace treinta años. Su composición social y sus estándares de vida se han modificado sustancialmente, pero también las formas de percibir lo justo y lo injusto, lo aceptable y lo inaceptable, lo digno y lo indigno. Con ello se han alterado profundamente las demandas sociales y lo que hasta hace no mucho definía las aspiraciones y el sentido común de la sociedad ha quedado obsoleto.

A los defensores del modelo, pero no sólo a ellos, les pasó lo que hace poco sintetizó el Presidente Sebastián Piñera usando una conocida frase difundida por Mario Benedetti: “Cuando creíamos tener todas las respuestas, de pronto, nos cambiaron todas las preguntas”. En este caso, sin embargo, esto no ocurrió tan de pronto. Ya en 2011 se hizo evidente, cuando vimos cómo a las nuevas preguntas cualitativas sobre la justicia de la sociedad se les daban viejas respuestas cuantitativas acerca de las tasas de crecimiento o el nivel del PIB per cápita, pero este desfase entre preguntas nuevas y respuestas viejas se ha hecho aún más evidente en estos últimos días.

En lo fundamental hubo, y todavía hay, una profunda incomprensión acerca de aquello que ya en 2007 llamé el “malestar del éxito”, que tiene que ver con lo que en los años 50 del siglo pasado se denominó “revolución de las expectativas crecientes”. Este fenómeno es especialmente prominente en un país como Chile, que en un período tan corto de tiempo deja la pobreza absoluta tras de sí, ve surgir amplias capas medias y experimenta una expansión educacional sin precedentes que en unas tres décadas multiplica por diez la cantidad de estudiantes de la educación superior. Una situación así pone de golpe al país ante la paradoja de la pobreza relativa, por la cual el sentimiento de pobreza puede incrementarse al mismo tiempo que la pobreza se reduce drásticamente. La pobreza absoluta trata de la lucha por las cosas más elementales para la vida, mientras que la relativa trata de todo aquello que uno puede desear pero no obtener, y esto último crece exponencialmente cuando podemos levantar la vista por encima de lo más apremiante y nuestros horizontes se amplían por el mayor acceso a la educación y a los medios de comunicación. Por ello puede crecer la frustración y el descontento a pesar de nuestros progresos, no menos cuando sabemos que otros sí pueden gozar de todo aquello que nos falta.

Paralelamente, crece la angustia ante la posibilidad de perder aquel bienestar tan recientemente alcanzado, surgiendo así lo que el sociólogo alemán Ulrich Beck llamó una “sociedad del riesgo” (Risikogesellschaft), dominada por el sentimiento de inseguridad y precariedad frente a un sinfín de contingencias que puede amenazar los fundamentos de nuestras vidas.

No hay un proyecto social común, pero si un rechazo común, y es justamente ello lo que crea las condiciones que, sumadas a un “vacío de representación” de parte de las élites políticas existentes, hacen posible un momento caótico y abierto como el que estamos experimentando.

Al mismo tiempo, en la medida en que las necesidades más básicas se van satisfaciendo, se produce, especialmente entre los jóvenes, un desplazamiento valórico de la mayor importancia. De acuerdo a los conceptos que Ronald Inglehart acuñó para entender la revuelta juvenil europea del 68, en la medida en que el bienestar aumenta, las sociedades se mueven desde “valores materialistas”, propios de la dura lucha por la subsistencia, hacia “valores posmaterialistas”, donde las preferencias tienden a direccionarse hacia “la buena vida” y la autorrealización personal. De esta manera se desvalorizan, o incluso desprecian, las conquistas materiales previamente alcanzadas para orientarse hacia la búsqueda de una sociedad distinta, definida como más humana, colaborativa, altruista e igualitaria.

Se trata, por tanto, de una confluencia de situaciones y demandas de muy variada naturaleza, que en un momento dado –el que estamos viviendo ahora, por ejemplo– se combinan creando aquello que Ernesto Laclau ha llamado, en su libro sobre La razón populista, una “cadena equivalencial” de descontentos y negaciones, donde el repudio a una serie de situaciones muy disímiles une y hace equivalente un espectro muy amplio y diverso de voluntades de rechazo y cambio. No hay un proyecto social común, pero si un rechazo común, y es justamente ello lo que crea las condiciones que, sumadas a un “vacío de representación” de parte de las élites políticas existentes, hacen posible un momento caótico y abierto como el que estamos experimentando.

El pánico cunde hoy entre muchos que no supieron defender, reformándolo a tiempo y atendiendo de manera contundente las urgencias sociales, el modelo de desarrollo que tanto progreso nos ha traído.

El surgimiento de este rechazo amplio y polifacético a algo difuso que algunos denominan “el modelo (neoliberal)” o, para decirlo de una manera más concreta, a una sociedad del abuso, la injusticia y la inseguridad, es el paradojal resultado del progreso registrado cuando éste coincide con el fracaso de sus defensores para entender las nuevas demandas que surgen de ese progreso y plantear, de una manera vigorosa, las reformas necesarias para estructurar un nuevo pacto social que esté a la altura del desarrollo alcanzado, especialmente en términos de inclusión, equidad, lucha contra los abusos, igualdad de oportunidades y solidaridad.

No es que no se hayan hecho algunos esfuerzos valiosos en esa dirección, como lo atestigua la agenda social del gobierno actual, pero los mismos han sido claramente insuficientes. La prolongación de una serie de “urgencias sociales” –como el nivel en general miserable de las pensiones, el alto costo de los medicamentos o el impacto brutal de las “enfermedades catastróficas”–, de abusos manifiestos –como las alzas automáticas del TAG o peajes de las autopistas– o las violentas alzas de precios de servicios básicos –como la electricidad o el transporte– han sido fatales. Pero junto a ello están las carencias más de fondo, como las que afectan a la salud o la educación públicas, y, más en general, la falta de una red de protección social que nos asegure un mínimo de dignidad y un resguardo contra los imprevistos, especialmente pensando en las demandas desatendidas de las nuevas clases medias.

La dogmática defensa de un cierto nivel de la carga tributaria, en particular para los sectores de mayor fortuna e ingresos, ha sido un impedimento clave para progresar en esta dirección, pero también lo ha sido la fijación, hoy anacrónica, en una política social focalizada a lo Chicago, es decir, que sólo apunta a las necesidades de los más pobres. Ignorar la necesidad de construir un Estado de bienestar moderno, es decir, sin monopolios y que conjugue significativos niveles de redistribución e igualdad de oportunidades con el empoderamiento ciudadano y la libertad de elección y empresa en las áreas del bienestar garantizadas para todos los ciudadanos (como en el caso de países como Suecia), ha sido nefasto.

Hoy estamos enfrentados a tal crisis de legitimidad del sistema imperante que se abren las puertas para plantear, e incluso aceptar, todo tipo de despropósitos, como el asambleísmo chavista, la democracia plebiscitaria, los monopolios públicos o la indisciplina fiscal. El pánico cunde hoy entre muchos que no supieron defender, reformándolo a tiempo y atendiendo de manera contundente las urgencias sociales, el modelo de desarrollo que tanto progreso nos ha traído. Cuando se le cierran las puertas a la evolución, se le pueden abrir a la revolución y al descriterio. Como tantas veces lo dijo Arturo Alessandri, es necesario avanzar “sin vacilaciones por las vías de la evolución para evitar la revolución y el trastorno”. Esta debería ser la gran lección de estos días aciagos.

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