En torno a José Saramago

Presidente del Consejo Académico en 

Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.

 

EL PAÍS – No tengo especial facilidad para leer novelas, me siento más a gusto con el género del ensayo. Me interesa eso sí rastrear tramas ingeniosas. Por ejemplo, me admira que Virginia Wolf haya podido escribir cientos de páginas en su La señora Dalloway donde todo transcurre en veinticuatro horas y no hay ningún diálogo, son todos pensamientos en el fuero interno de cada uno de los personajes. Me entusiasma que Umberto Eco haya anunciado que algún día escribiría una novela policial donde el asesino sería el lector (lo cual no concretó).

Me atraen los diálogos suculentos de El hombre que fue Jueves y La montaña mágica de Chesterton y Mann respectivamente, me maravilló El perfume de Patrick Süskind y, por supuesto, he abordado algunos textos contemporáneos sobre el poder: Yo el Supremo de Roa Bastos, Señor Presidente de Asturias, Calígula de Camus, La fiesta del chivo de Vargas Llosa, La silla del águila de Carlos Fuentes y también los clásicos como la célebre revolución popular en Fuente-Ovejuna de Lope de Vega o El gatopardo de Tomasi, sin dejar de lado las influencias sobre Dostoievsky (especialmente en pasajes de Crimen y castigo y en la sección titulada “El Gran Inquisidor” de Los hermanos Karamasov) de dos rusos becados por Catalina la Grande para estudiar en la cátedra de Adam Smith en Glasgow y también las archiconocidas distopias de Orwell y Huxley.

En todo caso en esta nota periodística apunto muy telegráficamente dos novelas de Saramago que por su reiterado sarcasmo y la inteligencia de la tramas navegan a contracorriente del marxismo del autor o por lo menos operan a contramano  de una visión totalitaria. Claro que, por otro parte, el fuerte de la teoría marxista siempre ha sido la ficción como fue su propio apellido pues el padre lo anotó con el suyo: Sousa, pero por una falta en el registro civil de Lisboa se anotó Saramago.

En primer término me refiero a Ensayo sobre la lucidez que en uno de los hilos de este formidable libro, el narrador alude a un pueblo en el que el gobierno municipal convoca a elecciones y el sorpresivo resultado arroja 70% de votos en blanco, frente a lo cual los gobernantes consideraron que hubo un error por lo que llamaron nuevamente a los comicios. En esta segunda vez, para alarma de los funcionarios, los votos en blanco ascendieron al 83% situación que enfureció a la burocracias a lo que se agregaron marchas con carteles en los que se estampaba con orgullo “yo voté en blanco”,  se alzaron banderas blancas, flores y brazaletes de idéntico color y similares gestos de rechazo a las autoridades constituidas.

Los políticos en funciones primero quedaron estupefactos pero, como queda dicho, luego esta sensación mutó en abierto enfado con la población por lo que se referían a lo ocurrido como “la peste blanca” y, según relata el autor, en un rapto de desesperación hizo concluir a los mandamás del pueblo que “es regla invariable del poder que resulta mejor cortar las cabezas antes de que comiencen a pensar”.

Para hacer el cuento corto y a riesgo de amputar un escrito que revela una  pluma formidable, resumo que, después idas y venidas, largas y escabrosas cavilaciones y propuestas más o menos absurdas y pastosas consideraciones, finalmente el gobierno, en represalia y como castigo a los pobladores, decidió en pleno abandonar el pueblo y retirarse a otro lugar al efecto de que sufran el escarmiento que estimaron se merecía la mayoría que votó en blanco.

Henos aquí que los moradores del pueblo en cuestión comenzaron primero tímidamente y luego en forma enérgica a coordinar sus actividades de modo tal que los servicios resultaron de mucha mejor calidad y prontitud de los que prestaba el aparato estatal en esa instancia fugado a otros lares.

La segunda novela de Saramago que resumo en esta oportunidad se titula Las intermitencias de la muerte. En este caso no voy a develar el corazón de la trama ni tampoco el final, solo quiero referirme a un aspecto clave donde el autor se mofa de los ridículos pedidos de empresarios que prefieren amamantarse del gobierno y pedir subsidios.

El asunto es que a partir de un fin de año en cierto país nadie se moría. Primero aparecieron los empresarios fúnebres sugiriendo que el gobierno haga obligatorio los entierros de los animales con cajón y todo al efecto de no sufrir pérdidas. Luego aparecieron los dueños de sanatorios reclamando créditos baratos para construir edificios y albergar a los que no permitían rotación de camas pues durarían eternamente. También irrumpieron directivos de las compañias de seguros puesto que los clientes no les renovaban las pólizas de vida para lo que sugirieron se sigan pagando las cuotas hasta los ochenta años donde se produciría una muerte virtual, se cancelaría el seguro y se renovaría por otros ochenta años. Finalmente obispos reclamaron al gobierno medidas puesto que dijeron que si no hay muerte no hay resurrección y,  por tanto, no hay destino final de las almas ni hay Iglesia.

La gramática de Saramago es de una riqueza y precisión extraordinarias, en castellano merced a su excelentísima traductora -Pilar del Río- fruto de su segundo matrimonio.

 

 

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