Consejero Académico de Libertad y Progreso
Carlos Rodríguez Braun indica que la caída del Muro de Berlín en 1989 además de ser un asunto político y económico era un asunto moral. Quienes estuvieron en primera fila allí tenían claros principios éticos, mientras que hoy lo que predomina es el nihilismo o el relativismo moral.
La caída del Muro de Berlín no fue saludada de forma ampliamente mayoritaria como la mejor noticia en la historia de la libertad, ni entonces ni en los treinta años que han transcurrido desde entonces. Parece que el Muro no ha caído del todo.
Hace pocos días, The Economist publicó desde el propio Berlín un reportaje sobre cómo vive la Alemania de hoy este trigésimo aniversario. La conclusión del artículo era que los alemanes no se ponen de acuerdo sobre si el acontecimiento fue bueno o malo, y el debate sobre la cuestión es hoy más vigoroso que nunca.
Cabe argumentar, naturalmente, que para Alemania lo que sucedió en 1989 no fue solo el derrumbe del comunismo sino la desaparición de la antigua República Democrática Alemana, y la reunificación de los alemanes en un solo país.
Ese notable proceso no estuvo exento de traumas, que la revista británica resume como la necesidad de adaptación súbita de millones de alemanes orientales a los “rigores del capitalismo”: como muchos no pudieron hacerlo, se comprende su decepción y resentimiento. Sin embargo, lo que la antigua RDA tuvo que soportar no fue el rigor capitalista sino el mercado condicionado por y mezclado con la intervención política a gran escala, que es, por cierto, el sistema predominante en el mundo que llamamos capitalista, y que en puridad no lo es.
La RDA vivió sin duda un duro golpe cuando el gobierno del canciller Kohl decidió unificar los tipos de cambio entre el Ostmark y el Deutschmark. Como era de esperar, dada la muy inferior productividad de la Alemania del Este, esa considerable apreciación de su tipo de cambio real tuvo un impacto sumamente negativo sobre la competitividad y el empleo.
Migración y convivencia
Es cierto que muchos alemanes provenientes del Este prosperaron, siendo el caso más célebre el de la propia canciller Angela Merkel, pero muchos otros no lo hicieron. A sus tribulaciones se añadiría el problema migratorio, que se sumó a las subvenciones pagadas por los alemanes occidentales, y que perturbó la convivencia, y animó la aparición de la extrema derecha.
Ahora bien, analizar la cuestión desde el punto de vista del mayor o menor malestar germano es algo limitado, porque ninguna mortificación que padezca hoy el pueblo alemán se compara con la dictadura comunista; asimismo, obviamente, la caída del Muro no afectó solo a Berlín, ni a Alemania, sino que trascendió mucho más allá.
Pero si prestamos atención a ese impacto más amplio, comprobaremos que también fuera de Alemania quedan restos del infausto Muro. Las tres décadas que han transcurrido han visto resurgir por doquier el descontento político, el populismo y las críticas a la democracia. Nadie propugna el restablecimiento del comunismo, pero la condena al capitalismo es nítida, y paradójica, cuando recordamos la crisis del modelo anticapitalista paradigmático, la utopía comunista, que probó ser el sistema más criminal que nunca haya sido perpetrado contra los trabajadores en toda la historia de la humanidad. ¿Qué ha sucedido?
Presento dos conjeturas. La primera es la eficaz reacción propagandística de la izquierda, siempre sobrerrepresentada en la academia, la burocracia, los medios de comunicación y la cultura. Y la segunda es el error de pensar que el Muro era un símbolo político o económico, y no moral. La reacción de la izquierda ante la caída del Muro fue inmediata. En vez de celebrarlo, lanzó una campaña de alarma mundial, que todavía sigue con buen pie. En vez de saludar la apertura de las anchas alamedas de la libertad, sostuvo que lo malo no era en el fondo el sistema que había colapsado sino el que había prevalecido. El peligro, se nos dijo y se nos dice, no es el socialismo sino el capitalismo.
En las últimas décadas el mensaje hegemónico, a pesar de las imaginaciones de algunos, no ha sido el liberal sino el antiliberal. Desde púlpitos, cátedras y tribunas sin fin vuelven por sus fueros los dogmas anticapitalistas de toda la vida, y se nos asegura que vivimos en el peor de los mundos, y que el mundo futuro será incluso peor. Y todo por culpa del capitalismo, rebautizado también como globalización o neoliberalismo. Pero no hay duda de que se trata del capitalismo, porque las instituciones que son objeto de ataque son las instituciones fundacionales del mercado: la propiedad privada y los contratos voluntarios. Precisamente, las instituciones que facilitaron la espectacular reducción de la pobreza en el mundo tras la debacle comunista.
El ataque anticapitalista es teórico, subrayando los riesgos del individualismo egoísta frente a la generosa colectividad, y sobre todo es práctico, porque el capitalismo ha sido desde 1989 acusado de todos los males. Ya no se subraya en primer lugar la pobreza, pero sí la desigualdad, o la represión de las mujeres o los homosexuales, o, directamente, se le responsabiliza de la inminente destrucción del planeta. Cuando uno recuerda hasta qué punto el socialismo real fue empobrecedor, desigual, machista, homófobo, y contaminador, no cabe sino asombrarse del éxito de esta fabulosa superchería antiliberal, mediante la cual la izquierda escruta en el ojo ajeno la viga brutal que es incapaz de ver en el propio.
En el plano político se redescubren viejas tonterías, como que el capitalismo socava la democracia, supeditada al poder económico, y anima el fascismo. Como si el socialismo protegiera la democracia. Como si el Muro de Berlín no hubiera sido construido por unos comunistas que se llamaban falsamente demócratas. Y sobre el truco de agitar el espantajo del fascismo para ocultar las fechorías de la izquierda, recordemos cuál era el nombre que los comunistas dieron a esa valla de la vergüenza, cuyo objetivo era impedir que los trabajadores huyeran despavoridos del paraíso socialista. Lo llamaron “Muro de Protección Antifascista“.
Desconcierto
Es posible también que el desconcierto que preside este aniversario de 1989 tenga que ver con la otra conjetura, a saber, el error que muchos cometieron de pensar que la democracia liberal ya había vencido, que la crisis del comunismo era un asunto político o económico, y no moral, y que ya no era necesario estar eternamente vigilantes, como aconsejó Jefferson a los amigos de la libertad.
Por eso subraya el profesor Daniel J. Mahoney que en la caída del Muro la economía cumplió un papel secundario. 1989 representó otro tipo de revolución, muy diferente a las racionalistas y políticas clásicas; hace treinta años “se reivindicaba la naturaleza humana y los contenidos morales tradicionales de la vida, el hablar con libertad y orgullo el lenguaje de lo bueno y lo malo, de lo verdadero y lo falso”. Las personas que estaban en primera fila eran creyentes o tenían claros principios éticos. Si lo que hoy predomina es el nihilismo o el relativismo moral, eso desde luego no encaja en absoluto con personas como Juan Pablo II, o como Solzhenitsyn, Havel, o Walessa.
Ese muro socialista, que no es fundamentalmente económico, el muro de la mentira y la desmoralización, el de la manipulación de la historia, permanece. El muro que desconfía de la religión, los valores y las tradiciones, pero confía en la capacidad de la razón humana para dar vuelta la sociedad como un guante a golpe de leyes. El muro que envuelve la fantasía totalitaria de establecer utopías en la tierra, de crear un hombre nuevo y de imponer la moral y la fraternidad desde el poder. El muro que confía en el poder, y no en la libertad de las mujeres y los hombres. Eso es lo que queda del Muro de Berlín. Y no es baladí.
Este artículo fue publicado originalmente en Expansión (España) el 9 de noviembre de 2019.