POR HECTOR MARIO RODRÍGUEZ
¿Somos solidarios o egoístas?
¿Qué nos mueve a actuar en uno u otro sentido?
Lo que es conveniente para una persona; ¿puede ser conveniente para el grupo humano que integra? O todo es un juego de suma cero: lo que gano yo, lo pierde otro.
¿Se puede diseñar un sistema económico basado en el comportamiento virtuoso y altruista de sus componentes y esperar que funcione así en la realidad?
¿Qué son los incentivos y cómo orientarlos hacia el bien común?
Responder a estas preguntas constituiría una buena introducción a lo que antiguamente se llamaba Economía Política.
Junto con los conceptos básicos relacionados con la escasez, estas cuestiones deberían formar parte de todo currículum, inclusive en los grados primarios del aprendizaje. La reflexión sobre ellos es intuitiva si es bien conducida por un docente entrenado. Al fin y al cabo, la etimología de Economía nos remite a la administración hogareña, que no es ajena a casi nadie.
Sin embargo, a pesar de que las investigaciones sistemáticas sobre micro y macroeconomía ya tienen algunas centurias de antigüedad, se siguen oyendo propuestas absurdas, comparables con las sangrías para bajar la fiebre en las ciencias de la salud.
Ahora bien, si esas burradas fueran esbozadas por una persona común, del llano, sin otra implicancia que una discusión de café, el problema sería menor. En cambio, cuando los que las sostienen son comunicadores o funcionarios de alto rango, la peligrosa ignorancia nos afectará a todos. Tanto más peligrosa cuanto más poder de ejecución ostente el ignorante.
En 2002 a los argentinos nos impusieron la “pesificación asimétrica”, burlando casi todos los derechos constitucionales previos; eso sí, en holocausto para el “bien común”.
Casi dos décadas después, ignorantes parecidos nos tratan de imponer la “pesificación forzosa” porque “ahorrar en dólares no es un derecho humano”. Más allá de la desafortunada comparación entre el derecho a la vida y el derecho a elegir cómo ahorrar, esta nueva pesificación será tan frustrante y se verá tan frustrada como la anterior.
En la raíz del error está el desconocimiento de los incentivos que nos hacen actuar de una u otra forma y la sobrevaloración del estado policíaco en sociedades modernas que amenaza con cárcel ante el incumplimiento de normas insostenibles.
Los argentinos nos hemos demostrado a nosotros mismos y a lo largo de décadas que somos la sociedad que peor administra su propio signo monetario. Analizar las razones conlleva un texto de similar extensión que el actual, así que conviene tomarlo como un dato de nuestra “argentinidad”.
Por ende, nadie en su sano juicio ahorrará en pesos. No lo venimos haciendo; no lo haremos. Puede ser que una tasa de interés que prometa ganarle a la devaluación en 30 días haga que alguno “se juegue una fichita”. Eso no es genuinamente ahorro. Eso es especulación, cuando no arbitraje si se compra un seguro de cambio, por si acaso.
Recomponer la demanda de dinero requiere acciones más integrales, profundas y sustentables, que un mero discurso amenazador (vía AFIP) y/o entusiasta (porque ya vienen los brotes verdes). Si los funcionarios subestiman de esta manera a la población que dicen representar, no deberán sorprenderse luego por las consecuencias súbitas e inesperadas.
Seguiremos ahorrando en aquello que mejor nos garantice proteger el valor futuro de nuestro consumo postergado y nuestro trabajo cristalizado. Aunque sea “ilegal” para la Administración.
Si se busca que ahorremos en la moneda que emite el BCRA; primero nos tienen que garantizar la solvencia del emisor limpiando de sus activos los bonos de Tesoro Nacional sin valor alguno, y, luego, nos deben demostrar la solidez del programa fiscal superavitario, basado en la reducción del gasto público, único camino para confiar en que el largo plazo será mejor.
Cuando ello ocurra, iremos, como cualquier otra sociedad, deseosos a depositar nuestros ahorros en la moneda local, porque los precios de los bienes y servicios estarán expresados en esa moneda (incluyendo los inmuebles) y sus cambios obedecerán a factores microeconómicos de escaseces relativas y no por inundación de pesos.
Una vieja fábula en el libro de lectura que se usaba en la escuela primaria durante la década de 1960 contaba la disputa entre el Viento y el Sol para dirimir quién era más poderoso. Para ello eligieron un caminante que, solitario, avanzaba por un sendero. El desafío era ver cuál de los dos conseguía arrancarle la capa más rápido. Por más que el Viento sopló con toda su fuerza, sólo logró que el individuo se aferrara cada vez más fuerte a su cobertor. El Sol, en cambio, solamente tuvo que disipar las nubes y ponerse a brillar con intensidad. Al hombre le convino sacarse la capa, para caminar más cómodo.
Actuamos por incentivos. La fuerza sólo se impone transitoriamente.
Ahorrar en dólares puede no ser un derecho. Pero decidir cómo y cuánto ahorro, sí lo es.
Administrar bien la moneda es obligación del funcionario. Intentar compensar sus errores con falsas obligaciones a los ciudadanos es, cuando menos, ignorancia.