Argentina padece de elefantiasis estatal: Síntomas, diagnóstico y tratamiento

Por Valentina Camerano.

          En Argentina, las encuestas muestran que la preferencia por un Estado fuerte es mayoritaria. No obstante, pocas veces ahondamos acerca del verdadero significado de dicha expresión. Actualmente, muchos/as continúan confundiendo los términos de “tamaño” con “fuerza”. Si nuestro Estado fuese fuerte, creceríamos económicamente ya que seríamos capaces de brindar seguridad jurídica, favorecer la innovación y fomentar el desarrollo. Como resultado, experimentaríamos una notable mejoría en nuestra calidad de vida, muy diferente a la de nuestros tiempos actuales. Es un hecho que nada de lo mencionado anteriormente ciertamente sucede. Nuestro Estado es cada vez más pesado por lo que cada vez resuelve menos y cada vez estamos peor.

          Hoy en día, el Estado argentino posee más recursos que nunca y, aun así, sigue siendo totalmente insostenible. Desde 1950 hasta la fecha, Argentina es la segunda nación con más recesiones acumuladas, la pobreza es 8 veces mayor que en 1974 (5% versus 40%), y la caída acumulada de nuestro PBI, desde 1973, es de 48%. Una persona que se acaba de jubilar con 65 años y trabaja desde los 20 años padeció a lo largo de su vida 19 recesiones, es decir, una por cada año y medio de “crecimiento”. [1]Ante estos devastadores y, para muchos, inexplicables datos, no queda remedio alguno que atacar a una de sus más influyentes causas, producto del altísimo nivel de gasto público tan caracterizado de la Argentina: La presión tributaria.

         El Estado se ve continuamente obligado a apagar los incendios macroeconómicos que su propia mala praxis genera y su vía de solución más directa es a través de los impuestos. El intocable gasto público y la (supuesta) inexistente alternativa de vías para financiar el Estado son las justificaciones que comúnmente oímos cuando hablamos de la presión impositiva del país. Es posible afirmar, entonces, que nuestro sistema de recaudación funciona así como una suma de parches que ponemos durante las emergencias y que luego perduran en el tiempo con el fin de seguir sosteniendo el decadente y gigantesco aparato estatal. Asimismo, las crisis no sólo desembocan en la creación nuevos impuestos y tasas, que en su tiempo fueron causas, sino también en subir las alícuotas de los existentes (Ganancias, Valor Agregado, Ingresos Brutos, etc.). Tanto el impuesto al cheque como el de los combustibles como el de la renta mínima presunta, surgieron debido a  las debilidades presentadas dentro del propio fisco, y las retenciones fueron una respuesta rápida frente a la megacrisis y megadevaluación de aquel 2002. Las recién mencionadas imposiciones comparten una característica en común: Son difíciles de evadir y fáciles de recaudar; evitándose así el costo político de realizar las reformas estructurales necesarias.

          Evidentemente, el problema de la Argentina no es un problema de recaudación ni de directa distribución de la riqueza. Con el actual nivel impositivo, es imposible que el sector privado pueda competir exitosamente y generar puestos de trabajo formales para así reducir la pobreza. Lo único que esta situación concibe es el aumento del trabajo precarizado junto con el ahogamiento de aquellos sectores productivos que generan genuina riqueza, contribuyendo así con el círculo vicioso que ya conocemos. A no olvidar que la pesada herencia, siempre e inevitablemente, la pagamos todos/as nosotros/as.  El “derecho al futuro”, el más elemental de todos, en palabras del periodista Antonio Laje, nos es arrebatado de nuestras propias manos.

[1] “Debajo del agua”, Martín Lousteau, 2019.

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