EDITORIAL DE LA NACIÓN – Nuestro país vive de incendio en incendio; solo con Justicia independiente y funcionarios probos podremos apagar el fuego y evitar que continúe avivándose
Un incendio produce un doble daño: el fuego primero y el agua después. Ante el drama de las llamas, bienvenidos los bomberos. En ese momento, se deben salvar vidas y minimizar daños: no hay puerta que se respete, ni mueble que resulte indemne. En la emergencia, los heroicos voluntarios están autorizados a mojar o romper, según lo exija el siniestro.
Nuestro querido país, que vive de incendio en incendio, inspiraría moralejas al viejo Esopo, para consejo a políticos noveles.
El populismo es un trastorno contradictorio. En su faz piromaníaca, disfruta con el fósforo y el bidón. Cuando la quema abrasa, se reconvierte en bombero, pues su pulsión vital es actuar como salvador en catástrofes de su propia autoría. Antes de entrar en escena, exige plenos poderes para irrumpir en el desastre, con hacha y manguera. En toda crisis que provoca, invoca luego la emergencia. ¿Podrá esta vez superar su manía apagando el fuego para siempre o bien, como el recordado alacrán, cederá ante la fuerza de su naturaleza?
En la Argentina, la calamidad ígnea se originó con el desborde del gasto público durante el kirchnerismo, que pasó del 26% al 46% del PBI. Ese incremento se debió a la duplicación del número de empleados públicos, millones de jubilados sin aportes, congelación de tarifas y transportes (y los subsidios consiguientes), la avalancha de planes sociales, el déficit de las empresas públicas y la multiplicación de cargos políticos. El gasto social, que en tiempos de Raúl Alfonsín ascendía al 52% del presupuesto, en 2019 llegó al 70%. Y la pobreza siguió aumentando por falta de inversión privada y su correlato, el empleo genuino.
El actual gobierno culpó de esa situación a su predecesor, Mauricio Macri, quien no pudo manejar la herencia recibida: fue un mal bombero, pero no causante del fuego.
El presidente Alberto Fernández tampoco fue el pirómano que inició la fogata, pero debe lograr extinguirla sin propagar las llamas con más gastos, más imprevisibilidad, más inseguridad jurídica. Invocando la emergencia económica y social, el bombero entró con su hacha y su manguera: se alteraron las jubilaciones, se aumentaron las retenciones, se incrementaron los salarios (aun los privados), se gravaron los patrimonios, se controlaron los precios, se dispersaron los cambios, se restringieron las importaciones, se congelaron las tarifas, se fijaron los transportes e inmovilizaron los combustibles.
Este gobierno no nace de un repollo: debe encarar por enésima vez la tarea de apagar un incendio que se repite sin cesar desde hace 70 años. La Argentina incumplió sus obligaciones (default) ocho veces, tuvo dos hiperinflaciones sin guerras y quitó 13 ceros al peso desde 1970. Violó contratos, alteró marcos regulatorios, expropió los fondos de pensión y confiscó YPF. Nuestro hogar común tiene los cimientos calcinados, las vigas endebles y la estructura humeante. Nadie cree en sus moradores, ni en sus dirigentes: juegan con fuego y ninguna compañía de seguros acepta darles cobertura.
Reconstruir la credibilidad debe ser el principal objetivo de la gestión “albertista”. Pensar que la reestructuración de la deuda será suficiente es equivocado. Para que sea sustentable y se reduzca el riesgo país, debe respaldarse en un programa económico que prometa crecimiento, basado en la confianza, la recuperación de la moneda, el aumento de depósitos y la expansión del crédito. De lo contrario, los nuevos títulos no valdrán más que los actuales y llevarán el estigma de otro potencial default desde su nacimiento.
Los sucesivos incendios que “iluminan” nuestra historia no se debieron a malas recetas económicas, sino a políticas extraviadas: el abandono de las instituciones, la destrucción de la moneda y la creencia de que “todo vale” en la búsqueda de poder. Para revertir ese estado de anomia, hay que cambiar de actitud, ponderar cada medida, evaluar cada palabra, cuidar cada gesto y demostrar que la afición por los encendedores, las yescas y el querosén ha sido desterrada para siempre.
El manoseo por decreto de todos los precios de la economía, alterando leyes, marcos regulatorios y contratos, son señales inversas a las correctas. Servirán para ganar tiempo en el corto plazo, pero contrarias al objetivo primario de restablecer la confianza. Y eliminar la probabilidad de nuevas combustiones.
Algunos dirigentes del sector privado aceptan que se sacrifiquen principios constitucionales sobre los cuales se asienta la marcha de sus empresas, sus patrimonios personales, el empleo de sus dependientes y el futuro de sus hijos por algunos platos de lentejas como las promesas de una reactivación efímera, de una moratoria fiscal, de algún crédito blando, del cierre a las importaciones o de alguna regulación sectorial creando rentas de privilegio.
La pobreza, el hambre, el desempleo, la deserción escolar no pueden resolverse con recursos públicos que no existen. La economía no se pondrá en marcha con algunos pesos en los bolsillos de la gente si provienen de la Casa de Moneda. Por más que se aumente el diámetro de la manguera, si no entra agua al tanque, solo saldrán pocas gotas. Si la economía requiere dólares escasos, las retenciones, los cepos y los impuestos solidarios no los producirán. La única alternativa es reponer líquido al camión cisterna mediante el ingreso de capitales, atraídos por un país serio, que tenga moneda, instituciones sólidas y creíbles, administradas por funcionarios probos y respaldadas por un poder judicial independiente.
Podrá decirse que las restricciones políticas impiden cumplir con esos ideales al comienzo de la gestión recién iniciada. Quizás sea cierto, pero la realidad es dura y la conducta humana no tiene contemplaciones en un mundo hostil, donde cada país compite con los demás al tiempo de buscar créditos e inversiones. La Argentina tiene un pasado oscuro; nos guste o no, está “estigmatizada”.
La percepción de inseguridad jurídica, el recuerdo de Celestino Rodrigo, la renuncia de Raúl Alfonsín, el abandono de la convertibilidad y tantos otros incendios criollos podrían aventarse si el Presidente adoptase un discurso claro y unívoco que haga creíble la decisión política de que el bombero nunca más será pirómano. En ausencia de ese mensaje, todo el resto será inútil: palabras al viento. Mejor dicho, al fuego.