INFOBAE – La salud y la vida constituyen la primera preocupación de toda persona y conjunto social. Frente a una pandemia, esta preocupación se extiende y se acentúa. Lo estamos viviendo en una experiencia inédita que excede cualquier situación anterior ocasionada por enfermedades virósicas y contagiosas. Ni en épocas de guerra o de catástrofes naturales los gobiernos llegaron a cerrar sus fronteras o a obligar compulsivamente a permanecer dentro de las casas. El coronavirus lo ha logrado. Nos proponemos reflexionar sobre la razonabilidad de las medidas de prevención que se están aplicando en casi todo el mundo, incluyendo la Argentina.
El cuidado de la salud y de la seguridad de las personas está sometido a una ley inexorable: cuanto más se garantizan, tanto mayor es el costo para lograrlo. Además, en la medida que se acentúa el grado de prevención, el incremento de los costos ocasionados se hace exponencial. Esta realidad experimental determina que en general no se intente alcanzar la seguridad absoluta. Siempre quedará una probabilidad que suceda lo que se intenta prevenir. Veamos algunos ejemplos. Una autopista reduce la probabilidad de accidentes, pero ningún país ha reemplazado por autopistas la totalidad de sus caminos rurales. No habría presupuesto que alcance, aunque se sacrificasen otras necesidades. Un caso similar es el de la polución. Las normas ambientales fijan estándares mínimos o máximos sin pretender contaminación cero. Para alcanzarla seguramente los costos incrementales harían inviables las actividades productivas, por lo tanto, se admite no llegar al óptimo visto del lado exclusivo de la salud humana. Muchas veces esto genera críticas de quienes no deben solventar los costos, pero sí sufrir las consecuencias. Cuando estas se refieren a la salud o a pérdidas de vidas surgen indignaciones colectivas (colective outrage) emergentes a su vez de pánicos colectivos. La extensión de estas reacciones a amplios segmentos de la sociedad impulsan a gobiernos y políticos a responder a esas demandas. Casi les resulta imposible encarrilarlas, aunque sepan que es imposible satisfacerlas. Además, los costos no se limitan a los gobiernos o a las empresas. Los ciudadanos también son alcanzados cuando una limitación determina la pérdida de puestos de trabajo o la desvalorización de sus ahorros colocados en propiedades o pequeños negocios.
La reacción de los habitantes de Gualeguaychú frente a las pasteras uruguayas es un caso de estudio. Alguien que alegó conocimiento pero que no estaba al tanto de los adelantos en la industria celulósica, alarmó a la población vaticinando una contaminación destructiva de salud y vidas. Entonces ya no hubo retorno. El colective outrage se hizo irreversible e inmune a los más respetables y confiables informes técnicos. Los periodistas llevados a Finlandia para observar plantas similares que respetaban los más exigentes estándares no se animaron a opinar a su regreso para no ser acusados de haber sido comprados. Los gobernantes locales y nacionales se subieron a la protesta. Ya hace más de diez años que opera la planta en Fray Bentos sin afectar el ambiente ni la salud, pero todavía la sociedad de Gualeguaychú lucha contra la pastera en defensa de la vida. El costo de cerrar el paso fronterizo durante cuatro años fue alto y no se recupera, como tampoco la prohibición a los forestadores entrerrianos de vender su producción a las plantas uruguayas.
En estos momentos estamos frente a un problema de escala planetaria. El COVID-19 se ha diseminado en el mundo a partir de China. Su mortalidad (3,8%) es menor que la del SARS de 2003 (9,6%), pero mucho mayor que la de la gripe común (0,13%). La mortalidad de la Gripe Española de 1918 (30%) no es comparable debido al escaso avance de la medicina de la época. El poder de contagio del COVID-19 es alto. Cada enfermo contagia entre 2 y 3 personas mientras que la gripe común muestra un promedio de 1,3. Está claro entonces que el COVID-19 es mucho más peligroso y expansivo que la gripe común y que esto explica su rápida diseminación y el temor que ha ocasionado. Pero cabe la pregunta: ¿estamos frente a un fenómeno de pánico generalizado y colective outrage que lleva a personas y gobiernos a una reacción exagerada con muy altos costos y daños? Cualquier respuesta será rebatida. Estando en juego la salud y la vida, contestar que es exagerada puede ser considerado como una respuesta casi asesina. Sin embargo, yendo por el lado de costos creciendo exponencialmente, cabe pensar dónde se detienen las medidas de prevención. Así como no puede considerarse asesino al gobernante que dejó de evitar una muerte por no convertir en autopista un camino rural de escaso tráfico, debe darse un espacio de decisión razonable a quienes legislan las medidas preventivas contra el COVID-19. No es bueno que dirigentes y políticos compitan por ampliar estas medidas si eso lleva a detener la producción o los servicios esenciales y a hacer colapsar la economía. Finalmente, el impacto sobre la pobreza, y consecuentemente sobre la salud, podría más que neutralizar el objetivo pretendido. Lo que corresponde es evaluar seriamente el programa de medidas preventivas en todos sus efectos, más allá de los ánimos colectivos en un momento tan crítico.
El autor es director de Políticas Públicas de Libertad y Progreso.