CATO – Axel Kaiser dice que aunque el coronavirus tiene aspectos trágicos, ha sido lo mejor que pudo haberle pasado políticamente a Chile.
Sin descartar su aspecto trágico, el coronavirus fue lo mejor que pudo pasarle políticamente a Chile. Con un enemigo común al cual combatir y encontrándose todos en riesgo, por primera vez en mucho tiempo nuestra beligerante clase dirigente ha mostrado señales de unidad.
El tema constitucional, ese tercermundismo refundacional que alimenta todo tipo de fantasías, pasó definitivamente a un segundo plano.
El gobierno, en tanto, tiene la gran oportunidad de recuperar parte de su bajísimo respaldo si gestiona bien esta crisis, cuestión que es probable porque, si bien Sebastián Piñera es un mal político, es un excelente manager. Pero el coronavirus eventualmente desaparecerá y sus efectos en crear cierta unidad nacional se desvanecerán tan espontáneamente como emergieron.
Entonces tendremos que hacernos cargo de un virus mucho más resistente y destructivo, uno que es cuidadosamente cultivado en los laboratorios intelectuales para luego ser contagiado por los diversos canales de difusión social. Se trata del virus del resentimiento que la narrativa igualitarista ha ido instalando crecientemente en nuestro país.
Ese virus, responsable en buena medida del odio social que hemos observado, es el que podría terminar por arruinar definitivamente a Chile. Hablamos aquí de un virus político, es decir, de un patógeno que ataca el corazón de la vida en común por la vía de envenenar las mentes de las personas con mentiras, distorsiones y exageraciones.
La más evidente es la de que Chile es un infierno del abuso y la desigualdad por culpa del modelo “neoliberal”, algo que ningún dato respalda seriamente y que, sin embargo, se le ha hecho creer a parte importante de la población, la misma que, según la encuesta CEP de fines del año pasado, afirma que la principal causa de la crisis social fue la desigualdad de ingresos, a pesar de que esta jamás ha sido más baja.
Lo cierto es que ninguna sociedad que se entrega a la narrativa igualitaria de manera incondicional, como la ha hecho la chilena, puede terminar de otra forma que no sea en su autodestrucción. De manera inevitable, la pasión por la igualdad ve en aquellos que están mejor parte esencial del problema, conduciendo a una creciente presión pública por atacarlos para despojarlos de lo que tramposamente se ha llamado ‘privilegios’.
Nada ha hecho más daño en este sentido que el famoso discurso del mérito, concepto que ha sido totalmente tergiversado por la agenda progresista –inspirada en John Rawls– y comprado por casi toda la élite política de derecha.
Según esta perversa visión de la meritocracia, los niños que tienen padres con dinero y pueden acceder a mejores oportunidades no ‘merecen’ esas oportunidades, porque no son fruto de su mérito. Así, sólo una sociedad que garantiza igualdad de oportunidades puede ser justa y por tanto es mejor ‘bajar de los patines’ para igualar, que permitir la libertad máxima de oportunidades sin importar su desigualdad.
A partir de ahí, alimentar la culpa social de la élite es muy fácil, porque esta siente que su única gracia es haber nacido en el barrio alto. Y así, la culpa de unos justifica el resentimiento de otros alimentando el fuego arrasador de la inalcanzable promesa de la igualdad. Si no fuera porque gran parte de la población chilena muestra ser sana, el país no tendría absolutamente ninguna esperanza de curarse del virus político que lo enferma, y que seguirá enfermándolo aunque se cambie la Constitución.
Este artículo fue publicado originalmente en El Diario Financiero (Chile) el 19 de marzo de 2020.