El papa Francisco ha convocado a expertos para discutir de economía en Asís. Si nos guiamos por su prédica pasada, no perderá oportunidad de criticar lo que genéricamente conocemos como economía capitalista o economía de mercado o también economía liberal o neoliberal. Cabe esperar que repita aquello de que “esta economía mata”, que vuelva a criticar la desigualdad sin reconocer – una vez más – la caída global de la pobreza y que vuelva a dejar la impresión de estar convencido que la economía está dominada por mercados completamente libres de toda intervención o regulación estatal. Algo así como un “laissez faire” generalizado o lo que se ha dado en llamar “autonomía plena de los mercados”.
Tal cosa la “autonomía plena de los mercados” podrá existir en el plano de las ideas, pero en la realidad no existe en ninguna parte. Existe sí una importante corriente de pensamiento que sostiene que, tanto en los países desarrollados como en los subdesarrollados, se dan casos de intervenciones y regulaciones que por sus características no aportan mucho en materia de equidad y más bien conspiran contra la inversión y creación de empleos. Y en su empeño por lograr cambios en este estado de cosas, dentro de esta corriente no faltan quienes sobrevaloran el ideal del mercado libre, creando a veces la imagen que lo que proponen no son mercados competitivos para la genuina promoción del crecimiento y de la equidad, sino sociedades “mercado-céntricas”.
Pero lo cierto es que quienes defendemos con firmeza el rol de la empresa privada como fuente principal de innovación y generación de riqueza, creemos con igual firmeza que ello no ocurre de manera permanente, espontánea o automática, sino solo cuando la empresa opera en mercados en los cuales rige y existe una amplia competencia. Y más aún, creemos que el mercado, aun siendo claramente competitivo, no crea una sociedad que funcione, sino que presupone que tal sociedad existe, lo que requiere la existencia y pleno funcionamiento de autoridades encargadas de reprimir prácticas monopólicas u otras indebidas, así como criterios de regulación cuando no existen condiciones de competencia. El único monopolio aceptable es aquel del que goza el empresario innovador mientras no tenga competidores.
Es comprobable que, en la raíz de muchas situaciones de pobreza y falta de equidad, más que “autonomía plena de los mercados”, lo que hay es carencia de normas y/o gobiernos que premian a empresarios acomodados con el poder y/o carencias graves en los servicios básicos de igualación de oportunidades que sí deben ser preocupación principal de los gobiernos, como la educación y la salud.
Es comprobable que la legislación que busca proteger a los trabajadores en su relación con los empleadores debe adecuarse a lo posible y no caer en extremos que terminan creando masas enormes de trabajadores informales, sin protección alguna.
También que las firmas y mercados financieros, en tanto sistemas por los que se canalizan pagos y fluyen financiaciones que afectan a la totalidad de la economía, que funcionan en base a una delicada red de confianza y son susceptibles de crisis por “contagio”, requieren estrictas normas de límites de riesgos y transparencia y una estrictísima supervisión estatal.
Igualmente sabemos que aún en condiciones ideales el crecimiento económico nunca será parejo. Siempre habrá personas, firmas, sectores, regiones y países que progresan más rápido que otros. Podrá haber también más o menos “derrame” desde los sectores de mayor crecimiento hacia el resto. Y si bien nunca podrá confiarse en tal “derrame” como único mecanismo de generación de oportunidades, negar su existencia es tan necio como negar la ley de la gravedad.
Finalmente, sostenemos que pobreza es más importante que desigualdad. Esta puede irritar, pero cuando hay condiciones de competencia y la desigualdad no se debe a acomodos o corrupción, es un reflejo de la cambiante desigualdad de los hombres. La política pública debe apuntar a erradicar la pobreza y a igualar las oportunidades en todo lo que sea posible.
Me encuentro entre quienes critican la visión económica de Francisco porque creo sinceramente que es víctima de prejuicios. Y como alguna vez habría dicho Albert Einstein, es más difícil romper un prejuicio que romper un átomo. Pero me encuentro también entre quienes valoran la dimensión profética y pastoral del papa Francisco cuando advierte que entre las dirigencias políticas, empresariales y laborales declina el valor de la honestidad y crece el deseo de enriquecerse a cualquier costo.