La vida se detuvo ante la muerte

Por Carlos Manfroni, Consejero Académico de LyP

LA NACIÓN – Para quienes deseaban el fin del capitalismo, esto que está ocurriendo en todo el mundo es lo más parecido que van a encontrar, por el momento. De repente, la vida se detuvo ante la muerte. Y no es que el capitalismo sea precisamente la vida; pero con este nivel de población mundial significa la vida para mucha gente. Personas que trabajan en infinidad de lugares a los que ahora vemos que podíamos dejar de ir sin morir o, más bien, a los que conviene dejar de ir para no correr el riesgo de morir, y que hoy se están quedando sin trabajo. Infinidad de cosas y de servicios de los que de repente nos enteramos de que se podía prescindir, pero había gente que vivía fabricando esas cosas y prestando esos servicios. Lo que Zygmunt Bauman llama “modernidad líquida” significa nada menos que la posibilidad de vida para millones de personas; y eso a pesar de la validez de su diagnóstico, ya de algún modo anticipado en algunos de sus aspectos por escritores de otras tendencias, como Gilles Lipovetsky, con su excelente y temprana caracterización del narcisismo contemporáneo.

¿Quién no podría coincidir con la crítica de Bauman sobre la actual “inestabilidad de los deseos, la insaciabilidad de las necesidades”, el consumo y el descarte permanentes y, como correlato, la fragilidad de los vínculos entre las personas; la rápida formación de multitudes, su igualmente veloz desagregación y la tendencia a la soledad como arquetipo? ¿No es acaso maravilloso que un neomarxista como él (o exmarxista ¡quién sabe!) haya reivindicado el valor de la mesa familiar como el resultado de una cooperación mutua de los comensales, en contraposición a la comida rápida “para proteger la soledad de los consumidores solitarios”? En estos tiempos de vituperación de la llamada “sociedad patriarcal”, cualquier otro que lo hubiera escrito de ese modo habría sido despanzurrado.

La soledad es el vértice en el que pueden coincidir todas las diagonales; incluso Alvin Toffler, un optimista de la modernidad, quien ya en los 80 prevenía sobre la vida solitaria como una consecuencia de la tercera ola, fundamentalmente debido al avance hacia el teletrabajo, las redes de comunicación y la disolución de la sociedad de masas. Todas estas son verdades; pero algunas de ellas son verdades a medias. En primer lugar, existe la libertad del individuo. El hecho de que el mundo nos presente un modelo de consumo superfluo no significa que nos obligue a sumarnos a esa tendencia. Pero aun quienes voluntariamente escojan la sobriedad de una vida austera se beneficiarán de los impuestos que pagan quienes deciden consumir desenfrenadamente. No tendríamos esa misma posibilidad de elegir en el comunismo y en los regímenes en los que únicamente un pequeño grupo de autócratas y una oligarquía de adherentes disfrutan de placeres interminables y los demás son hormigas a las que les conviene no abrir la boca.

Ahora que tantos sectores de la producción de bienes se han detenido y que tantos servicios se han clausurado, podremos ver las consecuencias brutales del desempleo mundial. Ya no será necesario que prosigan las discusiones teóricas sobre los beneficios y las desventajas del capitalismo. Por primera vez, la máquina se detuvo. Si en su momento Mao Tsé-tung hubiera avanzado fuera de las fronteras de China con su ejército de millones de soldados y destruido todos los establecimientos industriales de Occidente, no habría causado al sistema capitalista el daño que está provocando un organismo microscópico, si es que siquiera puede ser considerado un organismo.

Ahora puede verse “en vivo y en directo” que los jóvenes que recorrían el mundo en busca de nuevas experiencias, que llenaban los bares del Trastevere, de Manhattan, de Berlín o de Buenos Aires, que el amigo propenso a sentir angustia si no cambiaba su automóvil cada dos años, que el nene caprichoso que exigía a su papá el último modelo de celular o de la Play eran la fuente de trabajo de otros que seguramente no podían gozar de los mismos placeres, pero que ahora entraron en un estado de desesperación, porque les falta lo elemental.

Es verdad que incluso ayer había demasiadas personas que carecían de lo elemental, pero eso podría ser poco comparable con lo que se avecina. Tal vez del capitalismo pueda decirse lo que sostuvo Winston Churchill de la democracia como forma de gobierno: que es el peor sistema diseñado por el hombre, con excepción de todos los demás.

Está claro que todas esas personas que han abandonado el ahorro en bienes duraderos y se han lanzado al consumo de cosas efímeras no son benefactores de la humanidad, pero la benefician sin proponérselo. Para ser benefactor, hay que tener el deseo de dar sin recibir algo a cambio. Pero a esta altura tal vez haga falta aclarar que el capitalismo no prohíbe la solidaridad. Desde Santo Tomás de Aquino hasta Adam Smith, la benevolencia es alentada como una virtud encomiable, pero que solo tiene mérito si cada uno es dueño de lo que da voluntariamente sin retribución. No es una casualidad que sea en los países capitalistas donde la solidaridad está más extendida. El socialismo confisca hasta la virtud.

Y no deberíamos hablar mal de las redes sociales. Hoy que en buena parte del planeta estamos encerrados en nuestras casas por la cuarentena, algunos enclaustrados en pequeños espacios, las modernas comunicaciones nos están abriendo una ventana al mundo, nos dejan ver a nuestros familiares, hablar con ellos aun a miles de kilómetros de distancia, nos ofrecen espectáculos gratuitos para los que antes había que pagar costosas entradas, a los creyentes nos facilitan participar remotamente de nuestro culto y a muchos nos permiten conservar trabajos que, de otra manera, se hubieran interrumpido y agravado la ya colosal desocupación. Esto sin contar que, previamente, hicieron posible una democratización de la información como nunca se registró en la historia y terminaron con el oligopolio de la televisión.

Sin embargo, no solo los anticapitalistas tienen algo para aprender de esta suspensión del tiempo productivo. Paradójicamente, mientras la humanidad se enferma, la naturaleza se está curando y se multiplican las imágenes de aguas que vuelven a ser cristalinas y de animales silvestres que se atreven a llegar hasta las ciudades. Todos tenemos que tomar lecciones. Junto con esa recuperación de la vida, cesaron también las manifestaciones posmodernas que victoreaban a la muerte por las calles de Buenos Aires o frente a las iglesias, bajo la cobertura de la compasión. Si mañana mismo se encontrara un remedio infalible contra el coronavirus, no se manifestarían con el mismo frenesí. ¡Compasión fingida en nombre de quienes no la pidieron! Miguel de Unamuno escribió sobre los elogios dirigidos a unos y que en realidad son críticas indirectas hacia otros. Con la compasión a veces ocurre algo parecido. Pero es hora de compasiones reales y ninguno de nosotros está preparado para asimilar tanta soledad y tanta muerte. Será un aprendizaje acelerado sobre nuestra capacidad de conmovernos y ayudar, cualquiera que sea nuestro pensamiento sobre una posmodernidad que hoy ya luce demasiado antigua.

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