CATO Juan Ramón Rallo dice que considerando que la epidemia ha estado caracterizada por la variabilidad territorial en el grado de extensión de la misma y una muy elevada incertidumbre sobre la eficacia de las medidas de distanciamiento social, conviene que la estrategia de contención sea descentralizada.
PSOE y Podemos son dos partidos que proceden de una tradición de pensamiento que apuesta por enfoques sociales ‘top-down‘: planificación centralizada para hacer frente a los diversos problemas a los que se enfrenta una sociedad (crecimiento económico, desigualdad, política industrial, estructura de mercados, sostenibilidad financiera, cambio climático, etc.). De ahí que no resulte demasiado sorprendente que, hasta el momento, intentaran hacer frente a la pandemia mediante este tipo de perspectiva: identificar el problema, reunirse con un comité de sabios en la materia, deliberar durante largas horas y finalmente parir el recetario óptimo que aplicar simétricamente en todo el país. La constitución de un mando único bajo el estado de alarma es acaso el símbolo más elocuente de esta mentalidad centralizadora.
Los enfoques ‘top-down’ tienen la incuestionable ventaja de que, en un mundo idealizado, pueden aplicarse con costes de transacción muy bajos: solo es necesario reunir a un grupo de expertos, consensuar las medidas y ordenar su implementación. En el mundo real, esos costes de transacción no son tan reducidos, porque consensuar una única política puede depender de duras negociaciones entre los planificadores (cada uno de ellos con sus sesgos, agendas e intereses) y porque implementarla requiere de una amplísima supervisión para asegurar que todos los sujetos implicados cumplen escrupulosamente con las órdenes dadas.
Los enfoques ‘bottom-up’ son distintos: en este caso, cada persona, o cada agrupación de personas, hace frente el problema común de un modo distinto al resto; es decir, cada cual plantea y aplica sus propias soluciones con relativa independencia de las recetas que apliquen otros individuos u otras agrupaciones de individuos. La ventaja de este método, por tanto, es que resulta muy flexible para adaptarse a los diversos entornos locales y, sobre todo, para experimentar descentralizadamente formas heterogéneas de contrarrestar las dificultades. Su desventaja es que, en ocasiones, puede mancomunar insuficientes recursos en una misma estrategia, frustrando así la consecución del objetivo común (por ejemplo, un ejército que intentara ganar una guerra con la toma de decisiones descentralizadas por parte de cada soldado es harto probable que terminara perdiéndola).
La lucha contra el coronavirus ha estado caracterizada desde un comienzo por dos circunstancias difícilmente cuestionables: variabilidad territorial en el grado de extensión de la epidemia y muy elevada incertidumbre sobre la eficacia de las medidas de distanciamiento social bajo diferentes contextos. De ahí que la estrategia de contención debería haber sido desde el principio descentralizada: permitir que cada zona, a cambio de establecer una frontera interna que la aislara del resto, experimentara medidas más o menos drásticas contra el virus. Nunca tuvo ningún sentido, por ejemplo, que Canarias, Baleares o Murcia (que no llegaron a superar en ningún momento los 150 nuevos contagios diarios) o incluso que Andalucía o la Comunidad Valencia (que en el peor momento se mantuvieron por debajo de los 600 contagiados diarios) fueran sometidas a las mismas medidas que Madrid (con cerca de 2.500 contagios diarios) o Cataluña (con unos 1.700 contagios diarios).
No digamos ya si desagregáramos todavía más esas autonomías en provincias o comarcas (o regiones sanitarias), donde claramente encontraríamos amplios espacios territoriales con una bajísima densidad de contagios que, repetimos, sufrieron contra toda lógica las mismas restricciones a las libertades que territorios donde la epidemia estaba muchísimo más descontrolada. Lo ideal, en suma, habría sido que cada uno de esos territorios hubiese podido experimentar diversas formas de contener la propagación del virus, endureciendo o relajando las medidas según fuera evolucionando la epidemia.
Esta importante lección parece que, en parte, ha sido interiorizada por el Gobierno en su estrategia de desconfinamiento: esta no será uniforme por todo el territorio, sino variable entre las distintas provincias. Sin embargo, el grado de descentralización que ha incorporado el Ejecutivo en su plan de desescaladasigue siendo muy insuficiente. Por un lado, la provincia es una unidad territorial demasiado extensa y que podría ser objeto de subdivisiones adicionales. Por otro, no existen buenas razones para que los parámetros de progresión o retroceso de la normalización sean comunes a todas las provincias: algunas de ellas podrían querer acelerar el desconfinamiento (en función de su situación epidemiológica y económica) y otras, más prudentes, podrían querer retrasarlo.
En la medida en que las fronteras entre zonas se mantengan (y, por tanto, que no existan externalidades negativas entre unas y otras) y en la medida en que, además, el plan del Gobierno no tiene por qué ser infalible (ellos mismos reconocen la alta incertidumbre a la que se enfrentan en cada paso que dan), resulta absurdo que no permitamos una experimentación descentralizada mucho más profunda para que cada cual pueda aprender de los aciertos y de ‘los errores’ ajenos.