LA NACIÓN – Por Enrique Aguilar, miembro del Consejo Académico de LyP.
A finales de agosto de 1930 se publicó la primera edición de La rebelión de las masas, de José Ortega y Gasset, obra que venía siendo adelantada mediante sucesivas entregas en el periódico El Sol, de Madrid, desde octubre del año anterior. Transcurridos noventa años, recordar la enérgica defensa esgrimida allí de la democracia liberal resulta particularmente oportuno ante la ola “decisionista” que sacude a parte del mundo, el desplazamiento de las instancias de diálogo por la cultura de la imposición y la falta de fiscalización entre los poderes del Estado.
Como es sabido, la relación entre liberalismo y democracia fue considerada por Ortega desde una posición claramente refractaria a cualquier credo que radicase la soberanía en manos distintas de las del pueblo, entendido como su “única fuente originaria”. Sin embargo, la democracia en sí misma (es decir, etimológicamente considerada y sin otra connotación adicional) no aseguraba para Ortega la limitación del poder (núcleo definitorio del liberalismo) y la preservación, por consiguiente, de los derechos individuales, previos a toda injerencia pública.
La “irrevocable verdad” del liberalismo: una verdad indeleblemente inscripta en la sensibilidad europea que, por “una cronología vital inexorable”, no podía verse suplantada por el antiliberalismo en ninguna de sus formas
De ahí su insistencia en acotar los alcances de ambos vocablos en tiempos en que el “politicismo integral”, la “absorción de todas las cosas y de todo el hombre por la política”, junto con la Estadolatría, la divinización de lo colectivo y, por encima de todo, las experiencias totalitarias, lo obligaban a proclamar la “irrevocable verdad” del liberalismo: una verdad indeleblemente inscripta en la sensibilidad europea que, por “una cronología vital inexorable”, no podía verse suplantada por el antiliberalismo en ninguna de sus formas.
En La rebelión de las masas sostiene también Ortega que la democracia liberal es el “prototipo de la acción indirecta”. Un ejercicio inverso, por lo tanto, a la pretensión de acabar con las discusiones en todos los ámbitos (comenzando por el ámbito parlamentario), a la convivencia sin normas y a la exclusión de las minorías, frente a lo cual reivindicó la libertad y la pluralidad como nociones correlativas o aun recíprocas. “Existir es resistir -escribió-, hincar los talones en tierra para oponerse a la corriente”. Así resistió Ortega al triunfo de la homogeneidad y de una “asfixiante monotonía”, males que, como los dichos, atribuyó en parte al “escepticismo de liberales y demócratas”, carentes de fe en sus propios ideales e indulgentes hacia los efectos políticos y sociales de la masificación.
Su voz no se sumaba a ese escepticismo, pero se hacía cargo de las insuficiencias del liberalismo por no haber sido capaz de renovarse adaptándose doctrinal e institucionalmente a la nueva sensibilidad del siglo XX, con una actitud receptiva de las reivindicaciones igualitarias. Vale la pena citar este párrafo: “El pasado tiene razón, la suya. Si no se le da esa que tiene, volverá a reclamarla, y de paso, a imponer la que no tiene. El liberalismo tenía una razón, y esa hay que dársela per saecula saeculorum. Pero no tenía toda la razón, y esa que no tenía es la que hay que quitarle. Europa necesita conservar su esencial liberalismo. Esta es la condición para superarlo”.
Sin embargo, Ortega era plenamente consciente del peligro que conllevaba la presencia expansiva del Estado, por su incontinencia legislativa y su propensión a reglamentarlo todo hasta sofocar a los individuos. A ese riesgo dedicó un capítulo entero de La rebelión, donde alertó contra la tentación de recurrir al Estado ante cualquier problema colectivo y las consecuencias no queridas de su consentida hipertrofia. Bolchevismo y fascismo podían servir de ilustración: dos soluciones anacrónicas destinadas a un fracaso histórico, dos “seudoalboradas”, “ejemplos de primitivismo político que -como nos dijo a los argentinos- irrumpe en una civilización donde los problemas son de madurez y de alta matemática”.
Frente a los extremismos de todo género (“ese falso hacer que oculta la inanidad de su sustancia con lo superlativo del gesto”), la democracia liberal significó para Ortega la expresión política de “la más alta voluntad de convivencia”, aquella que postula la decisión de contar con los demás y, sobre todo, con quienes no piensan como la mayoría. Lamentablemente, hoy nos sentimos interpelados por su mismo interrogante, que acusa también la fisonomía de nuestro presente: “¡Convivir con el enemigo! ¡Gobernar con la oposición! ¿No empieza a ser ya incompresible semejante ternura?”.