Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago. Rector de la Universidad del CEMA. Miembro de la Academia Nacional de Educación. Consejero Académico de Libertad y Progreso.
EL ECONOMISTA – El pasado 11 de septiembre, el parte del Ministerio de Salud de la Nación mostró un nuevo dato preocupante: la cantidad de pacientes en terapia intensiva por el coronavirus trepó a 3.093 y, así, Argentina alcanzó el triste récord de ser la nación con más enfermos críticos del mundo por cantidad de habitantes
Esto no necesariamente implica que los hospitales estén saturados o al borde del colapso. Al respecto, durante dicho reporte diario, Alejandro Collia, subsecretario de Gestión de Servicios e Institutos, recordó que desde el comienzo de la emergencia sanitaria “el Gobierno Nacional logró fortalecer el sistema de salud con la duplicación de las camas de terapia intensiva, la puesta en funcionamiento de hospitales en el conurbano y de 12 hospitales modulares”.
Sin embargo, como bien sabe cualquier estudiante de primer año de una licenciatura en Economía, la situación sanitaria es mucho más crítica de lo que parece, aun asumiendo que las afirmaciones de Collia reflejan plenamente la realidad. Lo positivo, todavía estamos a tiempo de evitar una catástrofe sanitaria.
Veamos los hechos. El 1° de septiembre, la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva (SATI) publicó una carta a la sociedad argentina, de la cual me será de utilidad compartir un par de párrafos.
La misma señala que si bien, dado el altísimo nivel de ocupación, “los recursos físicos y tecnológicos como las camas con respiradores y monitores son cada vez más escasos, la cuestión principal, sin embargo, es la escasez de los trabajadores de la terapia intensiva, que, a diferencia de las camas y los respiradores, no pueden multiplicarse”. Agrega: “Los intensivistas, que ya éramos pocos antes de la pandemia, hoy nos encontramos al límite de nuestras fuerzas, raleados por la enfermedad, exhaustos por el trabajo continuo e intenso, atendiendo cada vez más pacientes. Estas cuestiones deterioran la calidad de atención que habitualmente brindamos. También tenemos que lamentar bajas, personal infectado y lamentablemente, fallecidos, colegas y amigos caídos que nos duelen, que nos desgarran tan profundamente”.
Qué mejor aplicación de la ley de rendimientos decrecientes, asociada al nombre de David Ricardo. ¿En qué consiste? Imaginemos, por ejemplo, un restaurant que se vuelve de moda y frente a la mayor afluencia de comensales opta por contratar nuevos mozos. Si bien al principio esta estrategia incrementará el beneficio, dada la mayor velocidad del servicio, conforme el número de mozos aumenta dicho incremento comenzará a disminuir, llegando en algún punto a no convenir seguir contratando más mozos, a no ser que se alquile un local lindero, para expandir la superficie del restaurant.
En términos generales, en un proceso productivo, añadir más de un factor de producción mientras se mantiene constante el resto de los factores generará, tarde o temprano, progresivamente menores incrementos en la producción, pudiendo incluso volverse negativo.
Pero, ¿qué tiene que ver con el coronavirus? Mucho. Han pasado seis meses desde el comienzo de la pandemia y, como bien señala Collia, el Gobierno ha concentrado sus esfuerzos en dotar de un mayor número de camas a las terapias intensivas, más respiradores, etcétera, pero el número efectivo de terapistas no tan sólo no ha crecido proporcionalmente, sino que probablemente ha disminuido en virtud de los contagios, el agotamiento y el inimaginable stress laboral al que están siendo sometidos.
El peor de los escenarios. Me atrevo a afirmar que, de no hacerse nada para cambiar esta realidad, todo estudiante de primer año debería afirmar sin duda alguna que la probabilidad de muerte de un paciente que ingresa a una terapia intensiva se está incrementando, si mantenemos constante cualquier otro factor de análisis.
¿Qué hacer para evitarlo? Para comenzar reconocer que, más allá de su vocación, los médicos también comen. Sino veamos otro párrafo de aquella carta: “Terminamos una guardia en una Unidad de Terapia Intensiva y salimos apresuradamente para otro trabajo. Necesitamos trabajar en más de un lugar para llegar a fin de mes. Por horas y horas de trabajo estresante, agotador, pese a ser profesionales altamente calificados y entrenados, ganamos sueldos increíblemente bajos, que dejan estupefactos a quienes escuchan cual es nuestro salario”.
Necesitamos apoyar a los médicos terapistas y, para ello, la economía de mercado nos enseña que con aplaudirlos en los balcones no alcanza. ¡Debemos pagarles! Simple, ¿verdad? Si no lo hacemos por vergüenza, hagámoslo por miedo. Estamos frente a una catástrofe sanitaria que no evitarán los epidemiólogos desde sus escritorios sino los terapistas desde las trincheras.
El Gobierno podría, por ejemplo, duplicar a retroactividad desde abril el sueldo de los médicos terapistas y del personal de apoyo, en todos los hospitales públicos y abonar la diferencia de salarios en los centros privados. Ello, más allá de darles nuevas fuerzas a aquellos que están arriesgando sus vidas por nosotros, atraería médicos clínicos para entrenarse como terapistas en programas intensivos que podrían ser llevados a cabo en los hospitales escuela o cualquier otra institución adecuada para ello. Nada es gratis, siempre existen fines múltiples y de distinta importancia, es el rol de un gobierno el discriminarlos.
Si en marzo pasado se hubiese seguido esta estrategia, distinta sería hoy la realidad en las terapias, pero estamos a tiempo de corregirlo. El camino más largo comienza por el primer paso, no perdamos un día más.