EL LITORAL – El empleo público en nuestro país es mucho más que una estadística en constante ascenso: constituye uno de los obstáculos más firmes y de mayores dimensiones en el camino hacia una posible salida del profundo deterioro económico y social en el que nos encontramos.
Por cada 100 trabajadores en el sector privado formal hay 55 en el empleo público. Sus sueldos, como se sabe, se sostienen con los impuestos que pagan quienes se desempeñan en el sector privado. A esa conclusión arribó el director ejecutivo de la Fundación Libertad y Progreso, Aldo Abram, al transmitir resultados de estudios sobre empleo en el país. Los 21 millones de cheques que emite el Estado a ese fin se financian con los aportes de apenas ocho millones de personas del sector privado, una proporción de casi tres a uno, escandalosa para cualquier nación que aspire mínimamente a que sus cuentas cierren y a revertir su penosa situación económica. Si a ello se suma que la Argentina tiene una de las presiones impositivas más altas del mundo, la asfixia que soportan quienes financian este desmadre resulta intolerable.
Los números del crecimiento del empleo público en nuestro país son abrumadores. En 1985, había menos de dos millones de empleados en el sector público. En 2019, llegamos a 3.800.000, sin ningún correlato en el crecimiento poblacional, sin contar los contratados ni los trabajadores informales, según datos de la Fundación Norte y Sur, del Ministerio de Economía, del Indec y estimaciones propias del economista Orlando Ferreres. Con la llegada de la pandemia de coronavirus, no sólo se agravó la situación sanitaria, sino que se han multiplicado las subvenciones, ayudas y planes estatales, lo que ha generado nuevos agujeros en la ya raída tela de lo público. El crecimiento de esa asistencia, que resulta entendible en momentos críticos como el actual, no puede dejar de ser considerado una contingencia que habrá de continuar sumando más problemas que soluciones al desarrollo de la economía.
Es sabido que el país no cuenta aún con la ley de presupuesto de gastos de la administración nacional aprobada y que sólo mediante la desbocada emisión monetaria campea las necesidades de este difícil año. Esas dos circunstancias, sumadas a las pérdidas de empleo, la falta de inversiones y la recesión general, trazan un alarmante panorama.
Ya en mayo de este año, el Ministerio de Desarrollo Productivo, que conduce Matías Kulfas, estimaba que, como consecuencia de los nuevos programas de asistencia impulsados por la pandemia, sumados a las prestaciones públicas preexistentes, casi el 90% de los argentinos viven en un hogar que recibe algún ingreso o ayuda por parte del Estado. Para aquel mes ya se habían creado el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) y el programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción (ATP), y se habían dispuesto subsidios a las tasas de interés y fondos de garantía para impulsar créditos a tasas bajas, entre otros. Con posterioridad, se diseñaron nuevos planes, como los subsidios para deudos de víctimas del covid-19 y el bono para adictos en recuperación, y, más recientemente, se publicó en el Boletín Oficial la creación del programa de apoyo y acompañamiento a mujeres y personas Lgbti+ en riesgo por violencia por razones de género.
Corresponde insistir en que independientemente de la comprensible necesidad de muchos individuos y empresas, el gasto estatal está creciendo de manera importante y eso no puede ser soslayado.
La crisis del empleo es otro punto por considerar. Un estudio del Observatorio de la Deuda Social Argentina, dependiente de la UCA, arrojó como resultado que hasta mayo último la cuarentena ya se había cobrado entre 800.000 y 900.000 puestos de trabajo, de los cuales la mayor cantidad corresponden a los sectores más vulnerables que trabajan en la informalidad, los que realizan changas o los que hacen tareas eventuales. Como hemos sostenido siempre desde estas columnas, se impone el achicamiento del Estado, tan elefantiásico como al mismo tiempo impedido de garantizar los servicios esenciales de salud, educación y seguridad a la población.
La tan necesaria como imperiosa reactivación económica no puede pensarse alimentando aún más a un Estado improductivo y burocrático que erosiona, además, la capacidad motora del sector privado con normas y cargas. Mal que les pese a muchos, combatir al capital privado en lugar de involucrarlo y acompañarlo revela qué lejos estamos de entender que no hay salida posible sin este verdadero y genuino artífice de crecimiento.