Publicado originalmente en Ámbito Financiero (29/01/21)
Es usual escuchar hablar de que las crisis de Argentina son por la “restricción externa”. A mi juicio, es otra forma que encontramos los argentinos para no hacernos responsables de nuestros malos gobiernos y echarles la culpa a otros. De hecho, en nuestra historia, los ejemplos sobre este tipo de actitudes son incontables y cada gestión tuvo un “chivo expiatorio” para justificar su crisis. Nunca fue porque hicieron las cosas mal o, habiendo muchos problemas de fondo por resolver, no hicieron lo que tenían que hacer porque no querían pagar posibles costos políticos.
En general, lo que se dice es que, cuando la economía crece, la cantidad de divisas que demanda el sector industrial para comprar insumos termina sobrepasando la oferta que genera el campo. Ahí es donde aprieta la restricción externa, frenando la economía o generando una debacle. Lo raro es que esto pasa en Argentina y no en otros países similares, que parece que pueden progresar sin esta “restricción”. Por eso, debe ser que se la menciona casi como una maldición propia del país. La verdad es que esto último es muy improbable y, por ello, vale la pena analizar el tema.
Aceptando algunos supuestos de los que así piensan, lo primero que hay que preguntarse es: ¿por qué el sector industrial es tan fuertemente dependiente de las divisas del sector agropecuario? Debe ser porque no genera las suficientes con exportaciones propias; lo cual habla de la falta de competitividad del sector. Obviamente, esto no debería llamarnos la atención en un país en el que, entre los funcionarios que llegan al gobierno, prima la idea de “sustituir importaciones” o “agregar valor”, subsidiando o protegiendo algunos sectores.
Si dedicamos nuestros recursos a producir lo que no sabemos hacer bien, no nos extrañe que nuestra economía sea ineficiente y seamos pobres. En definitiva, es lo que le pasaría a cualquiera de los que leen este artículo si usara parte de su tiempo laboral en plantar trigo, molerlo para hacer harina y, luego, hacer el pan. Imagínense hacerlo con cada cosa que hoy compran. Mejor trabajar en lo que sabemos y ganar lo más posible con ello para poder comprar más de lo que no sabemos hacer. Lo mismo pasa con los países.
Algunos dirán que así no habría industria argentina. Eso es una falacia. Es cierto que alguna parte de ella no existiría, por ser ineficiente; pero hay muchos sectores industriales que sí tienen buena productividad, aún en algunos rubros que mayoritariamente podría decirse que no son competitivos. El problema es que nuestros gobiernos no han dejado que nuestra industria sea eficiente. Por ejemplo, se han dedicado a exprimir a sus empresarios con impuestos para gastar cada vez más. Según el Banco Mundial, el país está en el puesto 21, entre 190, entre los que más impuestos les cobran a las empresas. No sólo eso, hacen informe donde toman una pyme tipo con buenos márgenes de ganancias sobre ventas y ven qué les pasaría en cada país si pagara todos los impuestos y tasas. Argentina es uno de los dos lugares donde perdería plata y ¡algunos se escandalizan de la alta informalidad del sector! Si todas abonaran los impuestos, la mayoría de ellas quebraría.
Nuestros políticos consideran que pueden manejar los distintos negocios mucho mejor que sus ejecutivos y dueños; por lo que les ordenan cómo hacerlo con una maraña de regulaciones. En 2019 había más de 67.000 y, desde que asumió esta gestión, aumentan de a decenas por semana. Imposible que sean competitivos si no pueden organizar sus empresas según crean más eficiente, sino según el capricho de un burócrata “iluminado”. Por otro lado, la legislación laboral impone elevados costos extrasalariales, no sólo impositivos o gremiales, sino también en materia de riesgos por tomar un empleado. Esto lleva al absurdo de que en el país se use capital relativamente muy caro para sustituir puestos de trabajo, cuando sobra gente desocupada o en la informalidad. Un gran logro de nuestros gobiernos y sindicatos.
Seguramente, si se hicieran las reformas estructurales necesarias para resolver todos estos problemas, la industria argentina sería sumamente competitiva y crecería sostenidamente. Además, se generarían más divisas por exportaciones del sector manufacturero y, además, como las soluciones a los problemas de fondo también impulsarían al campo, la minería y a los servicios (ej., la economía del conocimiento), éstos sumarían más de las propias.
Pero no olvidemos lo más importante y que nos develará la verdadera “maldición” argentina. Cada vez que, se supone, que la “restricción externa” nos llevó a una crisis, fue en medio de una enorme huida de ahorros e inversiones. Esta última fue la verdadera razón de la escasez de divisas y tuvo (tiene) como causa la falta de credibilidad en la capacidad de Argentina de prosperar. Esto no es casualidad; porque permanentemente nuestros gobiernos de turno, no sólo no resuelven los problemas de fondo del país, sino que algunos los profundizan, como lo está haciendo el actual. Por lo tanto, como mucho, logran recuperaciones coyunturales para terminar en una crisis como les pasó a las anteriores gestiones.
Lo notable es que la solución para que el sector industrial sea más competitivo, exporte más y genere más divisa, y también lo haga el resto de la economía, es que se avance en las reformas estructurales. Lo mismo que demandan los que podrían ahorrar e invertir en la Argentina para creer en su futuro y, no solo para dejar de fugar capitales, sino para empezar a colocarlos en el país para impulsar su crecimiento sostenido. Como vemos, no existe tal restricción externa, sólo la irresponsabilidad de gobiernos que se obstinan en no aprender de los errores, repitiéndolos, y se niegan a hacer las reformas que gestaron el progreso de otras naciones y, esa, es una restricción que tiene que ver con los políticos que votamos. O sea, nada tiene que ver con lo externo.