El 3 de diciembre de este año (2021) se cumplirán veinte años del congelamiento de depósitos bancarios inmortalizado como “el corralito”[1]. Aunque habían pasado ya siete meses desde mi alejamiento del Banco Central, después de haber trabajado casi cinco años en pos del fortalecimiento del sistema bancario viví la jornada con estupor. Casi dos años antes (el 10/12/1999) Fernando de la Rúa había asumido la presidencia tras una campaña electoral en la que se había comprometido a mantener el régimen monetario vigente desde el 1/4/1991, es decir la convertibilidad del peso al dólar o “uno a uno”[2].
La economía había estado cinco trimestres en recesión (desde el tercero de 1998 y hasta el mismo de 1999) y si bien en el último trimestre de 1999 se insinuó el comienzo de una recuperación, la merma del 3,4% experimentada por el PIB en ese año había debilitado notablemente las finanzas del fisco. Después de siete años (1992-1998) durante los cuales el déficit fiscal había promediado 4,2% del PIB, en 1999 ese desequilibrio había saltado a 6,6% (debido a menores ingresos y mayor gasto, en partes casi iguales), lo que se reflejó en un aumento equivalente de la deuda pública y de los intereses que la misma devengaba. Considerados objetivamente, la dimensión de la deuda pública (50% del PIB), su perfil de vencimientos y los déficits fiscales a corregir o financiar (6% del PIB) eran magnitudes manejables. Pero el peso “inamovible” estaba pegado a un dólar sobrevaluado en el mundo (euro a 90 centavos de dólar; dólar a 2,20 reales); algunos precios domésticos y salarios desalineados no eran lo suficientemente flexibles a la baja y los commodities exportables valían la mitad que hoy. Entonces, había que mejorar sustancialmente el resultado fiscal y progresar en las condiciones de sustentabilidad del tipo de cambio fijo en las áreas en las que el gobierno de Menem había “arrastrado los pies” y había que hacerlo sin abortar la salida de la recesión. Todo un desafío cuya superación no era imposible, pero requería capacidad, liderazgo y algo de suerte…
En 2000 se probaron dos paquetes: uno fiscal a mediados del año que incluyó una baja de sueldos en el sector público y un aumento del impuesto a las categorías altas de ganancias (que el ingenio popular bautizó como “la tablita de Machinea”) y otro financiero a fin de año (que el gobierno pomposamente lo llamó “blindaje” y que fue la última gran operación de rescate financiero internacional apoyada por los EE.UU. bajo la presidencia de Bill Clinton). Cada paquete tuvo sus más y sus menos, pero en ambos casos la mayor carencia fue la falta del marco político de confianza necesario para que la inversión y el consumo agregados se mantuvieran en alza. La orientación general que de la Rúa le quería dar a la política económica no contaba con el apoyo franco ni de la coalición gobernante (la Alianza) ni el partido radical y pronto se hizo evidente que el estilo del presidente para ejercer el poder no lograba contrarrestar la imagen de debilidad resultante. A juicio de quien esto escribe ese fue el principal factor que explica la falta de crecimiento en el año 2000[3].
La debilidad política de de la Rúa se hizo patente en octubre de 2000 cuando la renuncia el vicepresidente Carlos (Chacho) Álvarez y la fractura de la Alianza. Una corrida que hizo perder a los bancos unos US$2.000 millones en pocas semanas (recuperados antes de fines del año) y la caída de los precios de los títulos públicos, dejaron bien en claro el veredicto de los mercados financieros sobre la crisis política. Por entonces, además, ya habían comenzado las operaciones políticas de la diputada oficialista Elisa Carrió y – separadamente – de grupos empresariales y políticos para desplazar al presidente del Banco Central y que culminaría en abril del año siguiente.
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¿Pudo de la Rúa haber abandonado la convertibilidad? Pudo haberlo hecho argumentando haberse encontrado con hechos y circunstancias desconocidas durante la campaña electoral. Si bien en tal caso su gobierno se habría ahorrado los desafíos de la alternativa de mantener el tipo de cambio a rajatabla, hubiera debido encarar otros y no menores desafíos, tales como a) el control de la inflación (al encontrarse la economía con una suba en el precio de la moneda extranjera) y b) la provisión de un marco jurídico-legal adecuado para que las obligaciones pactadas en moneda extranjera (ahora más caras) – entre ellas, la deuda del sector público – pudieran ser rediscutidas y reestructuradas entre las partes contratantes con el menor costo posible en términos de inseguridad jurídica. Pese a esas dificultades y desafíos, un programa completo, integrado y bien diseñado, que hubiera incluido una devaluación el peso en línea con la que había sufrido el Real en 1999 (en el orden de un 50%) con más el marco jurídico-legal necesario para la reestructuración ordenada de los contratos y obligaciones pactadas en moneda extranjera, hubiera concitado críticas, pero también apoyo político interno y el respaldo del FMI y de los gobiernos del G10, los que si bien habían apoyado el régimen argentino de convertibilidad como una herramienta excepcional para superar una coyuntura de hiperinflación, para situaciones menos dramáticas recomendaban “urbi et orbi” la adopción de regímenes cambiarios más flexibles.
Hubiera sido políticamente costoso para el gobierno. Pero el resentimiento de los asalariados, jubilados y proveedores de servicios que verían caer sus ingresos reales no tenía porqué ser peor que el resultante de bajárselos nominalmente (como se lo hizo en 2000 y 2001) y en todo caso, hubiera recogido el beneplácito de los sectores más expuestos a la competencia externa. En cuanto a los deudores de moneda extranjera, nada hubiera impedido proveerles de un respaldo legal y de ciertos incentivos a sus acreedores para reestructurar los plazos y otras condiciones de sus obligaciones.
Es importante destacar que ambas opciones (defender la convertibilidad como se había prometido o abandonarla) requería la misma dosis de liderazgo político fuerte e indiscutido. Y en esto, el fracaso de la coalición gobernante, tanto como el del presidente de la Rúa a título personal, fue evidente desde los primeros momentos. Dadas la situación inicial, la carencia de liderazgo político fue fatal para los tres ministros de economía que sirvieron bajo su administración con el mandato de sostener la convertibilidad: José L. Machinea (diciembre 1999-febrero 2001), Ricardo H. López Murphy (marzo de 2001) y Domingo F. Cavallo (marzo a diciembre de 2001).
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EL 20/1/2001 llegó a la presidencia de los EE.UU. el republicano George W. Bush, con una visión muy crítica de las operaciones internacionales de rescate financiero de su antecesor (Bill Clinton), visión que era explícita y frecuentemente expuesta por el nuevo secretario del Tesoro, el industrial Paul O’Neill[4]. A fin de febrero las autoridades supieron que ni siquiera se iban a cumplir las metas fiscales fijadas en el “blindaje” para el primer trimestre del plan. Entonces, en un desarrollo sorpresivo, a comienzos de marzo el presidente de la Nación decidió sustituir a José L. Machinea por Ricardo H. López Murphy, quien hasta entonces ejercía como ministro de Defensa. Este, sin embargo, no alcanzó a servir ni dos semanas, siendo reemplazado por Domingo F. Cavallo, el “padre” de la convertibilidad. En ese mes de marzo el fracaso fiscal, la inestabilidad en el gabinete y la ofensiva contra el Banco Central desataron otra corrida contra títulos públicos y el sistema bancario. La caída de depósitos de US$5.643 millones solo cesó con la llegada de Cavallo al gobierno.
Cavallo estrenó su nueva gestión el 20/3 haciendo gala de la misma hiperactividad que lo caracterizó cada vez que ocupó un cargo público. En seis días logró que el Congreso aprobara el impuesto a los débitos y créditos bancarios. A comienzos de abril presionó al Banco Central para que el sistema bancario proveyera financiamiento al Tesoro por US$2.500 millones. Luego siguieron el aumento del financiamiento obtenible de las AFJP, el proyecto de ley por la que se anticipaba que el peso valdría 50ctvs de dólar y 50ctvs de euro (16/4), la reforma por decreto de necesidad y urgencia de la Carta Orgánica del Banco Central (18/4), la remoción por decreto del presidente de esta institución (24/4)[5] y la introducción del llamado “factor de empalme” (que era una compensación fiscal para los exportadores que implicaba una mejora de alrededor del 7% en el tipo de cambio, 18/6).
Como viera que los mercados no respondían positivamente a estas iniciativas, el 3/7 el Ministro de Economía impulsó el proyecto de ley de “déficit cero”. Todo lo bueno que esta idea pudo haber tenido (como regla de responsabilidad fiscal) se perdió al ser interpretada por los mercados como el reconocimiento final de que la República se había quedado sin crédito. Entonces comenzó otra corrida feroz contra el sistema bancario y los títulos públicos: en el mes y medio transcurrido desde el 5/7 hasta el 23/8 salieron de los bancos US$9.244 millones. Un acuerdo provisional alcanzado con el FMI el 23/8 logra parar la corrida hasta el domingo 14/10, fecha en la cual el gobierno sufrió una severa derrota en las elecciones legislativas de mitad de período. A partir del lunes siguiente y hasta el 30/11 salieron de los bancos otros US$6.415 millones.
El acto final de esta historia comenzó el 3/12/2001. Ese día, mediante el Decreto de necesidad y urgencia 1570/01 se impuso un congelamiento de depósitos bancarios. Las restricciones de retirar circulante afectaron por igual a los US$16.000 que había en cuentas a la vista, como a los US$42.000 millones depositados a plazo, autorizándose en este último caso su íntegra traslación (al vencimiento) a cuentas a la vista y, también, su movimiento entre entidades.
La medida no había sido diseñada por el Banco Central, sino por el Ministerio de Economía y los defectos de su diseño se manifestaron de inmediato. No se entiende por qué se congelaron los depósitos vista, que tienen alta rotación, pero no “salen” normalmente del circuito bancario. Lo que la medida provocó fue una parálisis generalizada de los pagos en dinero efectivo, que son los más relevantes para los sectores menos formales y más pobres de la población. Mientras tanto se facilitó la traslación a la vista de toda la masa de depósitos a plazo, cuando esta era la clase de imposición que debió haber recibido el tratamiento más severo (como hubiera sido, por ejemplo, la extensión “sine-die” de sus vencimientos manteniendo el pago normal de intereses). Tal vez existió en Cavallo la ilusión que los ahorristas de la clase media saldrían a gastar sus saldos a la vista pagando con sus tarjetas de débito o de crédito, pero no solo eso no ocurrió, sino que el resultado fue acortar sensiblemente el plazo medio de madurez de los depósitos, agravándose los ya serios problemas de distribución interbancaria de la liquidez.
No es posible especular contrafácticamente que hubiera pasado con una medida mejor diseñada, pero la imposición de este “corralito” con efectos tan deletéreos sobre la población de menores ingresos y el resentimiento de los sectores medios fue el preludio de la caída Fernando de la Rúa el 20/12/2001. Causas más profundas fueron la falta de apoyo de sus aliados políticos (Alfonsín, Álvarez, Carrió), la mala fe de la oposición peronista (Duhalde, Ruckauf) y una negativa coyuntura económica y política externa.
Peores fueron los gobiernos siguientes, que ni siquiera se plantearon ejecutar un plan sensato: cual violadores seriales, arrasaron con toda la juridicidad contractual y financiera preexistente.
[1] La primera persona a quien escuché emplear esta expresión fue el periodista Antonio Laje. En un programa televisivo emitido algunos días antes de la medida en cuyo transcurso se mencionó la posibilidad de que se restringiera el derecho de convertir depósitos en efectivo, Laje dijo que “quedarían encerrados en una especie de corralito”.
[2] El público recuerda “la convertibilidad del uno a uno” o directamente “el uno a uno”, porque desde el 1/1/1992 ese fue el tipo de cambio ($1,00 por dólar) al cual la moneda legal argentina (el peso) era libremente convertible a dólares. La realidad es que la ley del 1/4/1991 que dio origen al régimen monetario había fijado el tipo de cambio en Australes 10.000,00 por dólar.
[3] En una sociedad como la argentina, acostumbrada a confiar más en los liderazgos personales que en instituciones sólidas, faltó entonces la figura a la que se suele llamar “piloto de tormentas”. En este contexto, por más idóneo que sea un ministro de economía, si no cuenta con el respaldo de un presidente con poder y convicciones, difícilmente sea efectivo.
[4] Ex-presidente de ALCOA, una las mayores firmas de aluminio del mundo, O’Neill era la némesis de los banqueros de Wall Street que habían servido en el Tesoro bajo la presidencia de Bill Clinton. El problema no era tanto sus críticas a banqueros y financistas, sino la frecuencia con que lo expresaba en voz alta.
[5] Fue el hecho que determinó mi renuncia a la vicepresidencia del Banco Central el 26/4/2001.