Carlos Rodríguez Braun reseña la nueva edición del libro del pensador británico Roger Scruton, “Pensadores de la nueva izquierda”.
El pensador británico Roger Scruton, que murió el año pasado, llamaba a los ideólogos del progresismo por su nombre: “Tontos, fraudes y agitadores”. Tal el título de uno de sus últimos libros, de 2015, que en la traducción española de Rialp fue púdicamente sustituido por su subtítulo: “Pensadores de la nueva izquierda”. Se trata de una muy valiosa revisión y actualización de “Thinkers of the New Left”, publicado en 1985. Scruton realiza un esfuerzo ímprobo de análisis crítico de los popes antiliberales, idolatrados en el mundo político, académico, cultural y periodístico, y con apreciables vacíos teóricos y empíricos, rara vez señalados. Destaca a un solo economista, John Kenneth Galbraith, considerado un sabio sin tacha por todo el mundo (bueno, casi: puede verse “Disentimiento sobre Galbraith” aquí).
Pero Galbraith al menos escribía bien, lo que no se puede decir de todas las demás figuras que desfilan en este volumen: Habermas, Althusser, Lacan, Said, Badiou, Zizek, Sartre, Foucault, Gramsci, Deleuze, Dworkin, Thompson, Hobsbawm y otros.
Roger Scruton detecta hilos comunes, como, precisamente, la oscuridad de muchas de estas supuestas lumbreras: “se pueden plantear mil preguntas y, aunque no tienen respuesta, esto solo incrementa la sensación de su relevancia y profundidad…cabe interpretar la oscuridad como la prueba de una profundidad y originalidad tan grandes que no pueden ser abarcadas mediante un lenguaje normal”.
Otra norma es la insistencia en la utopía maravillosa que nos espera si superamos los obstáculos al progreso: propiedad privada, mercado, capitalismo, tradiciones, religión y moral. Scruton pone el dedo en la terrible llaga que estos pensadores eluden: el horror que la izquierda perpetró en el mundo cuando terminó con esos obstáculos.
Pero la nueva izquierda se niega a reconocer dichos desastres, porque ha invertido la carga de la prueba: no es ella la que tiene que responder, porque los que quieren cambiar el mundo son intelectual y moralmente superiores a los que cuestionan sus idílicos proyectos.
Ningún progresista defiende los campos de concentración. Pero este libro desnuda su falaz argumentación, su negación de la naturaleza humana, su relativismo moral, su mentirosa tolerancia, su odio a la libertad individual, su falso dios igualitario, y su terrible mentalidad colectivista. Y concluye con acierto: “Este esquema mental lleva al Gulag con la misma lógica que la ideología nazi de la raza lleva a Auschwitz”.
Este artículo fue publicado originalmente en La Razón (España) el 5 de junio de 2021.