POR CARLOS MANFRONI – LA NACIÓN – La primera pregunta lógica que cualquiera podría hacer es por qué el lenguaje inclusivo no se llama “lenguaje inclusive”. Ya se sabe que quienes lo adoptan cambian la “o” y la “a”, cuando esas letras revelan género, por la “e” y por la equis, inclusive. El problema –para ellos (ellas, elles)– es que ni siquiera se conforman con la “e”; por ejemplo, en “presidente”.
El escritor Arturo Pérez-Reverte, miembro de la Real Academia Española y uno de los pocos que alzan la voz contra el lenguaje inclusivo, ha escrito que “presidenta es a presidente lo que amanta es a amante”.
Y a propósito de presidentes, en la Argentina hemos llegado al disparate de decir “albañiles” y “albañilas”.
Si no fuera por el dinero que circula detrás de este tipo de iniciativas, hace mucho tiempo que esa jerga se hubiera descartado como una payasada.
Está claro que durante el curso de estas bravuconadas universales el dinero lo reciben unos pocos –la “barra brava”–, mientras que la hinchada lo sigue a causa de una banalidad cuyo tamaño podría estar indicado por una “X” (o tal vez con “XL”).
A pesar de todo, cuando algo que parece una payasada se toma en serio por mucho tiempo, somos nosotros los que debemos comenzar a ponernos serios.
Quienes impulsan estas ideas conocen las consecuencias de sus acciones. El lenguaje no es una convención circunstancial que está a tiro de decreto o que pueda ser desplazado a los codazos sin consecuencias. Se trata de algo muy profundo que llega hasta los cimientos de nuestra personalidad y de nuestra identificación comunitaria. Lo saben bien quienes emigran a un país con distinta lengua y, aunque manejen la de su nación adoptiva y puedan relacionarse fácilmente con los otros, sienten que de algún modo han perdido profundidad, han extraviado el ritmo y la melodía de una música que les resultaba familiar desde las entrañas maternas. Nuestros recuerdos, los más lejanos de nuestra infancia, las vivencias que han contribuido a formar nuestra psique, nuestro carácter, nuestra fortaleza, el verbo con el que se dirigían a nosotros nuestros padres cuando comenzaron a encaminarnos en los primeros pasos, todo eso está guardado en sonidos de nuestro idioma, aunque permanezca en el subconsciente.
¡Ni qué hablar si además fuéramos obligados a proferir un código que no pertenece a una comunidad –propia o adoptiva–, sino a una oligarquía cultural que se atribuye el derecho de imponernos una construcción inventada que ni goza del beneficio de la evolución!
Friedrich Nietzsche, quien ha tenido por seguidores desde la izquierda de Michel Foucault hasta la derecha de Ayn Rand y que expresó frases geniales, pero también otras –muchas– tremendamente corrosivas respecto de los fundamentos morales de una comunidad, escribió: “Mucho me temo que no conseguiremos librarnos de Dios mientras sigamos creyendo en la gramática”.
Todos los intentos del nihilismo contemporáneo están encaminados a sumir a los seres humanos en la soledad, a separarlos de su fe, de la familia, de su comunidad, a abrir una grieta entre el individuo y el resto del mundo. La soledad es el mercado de la droga. Allí pescan los dealers a cuantos pueden, pocos, muchos… todo es ganancia.
La “modernidad líquida” de Zigmunt Bauman quedó atrás. Es la revolución de la modernidad gaseosa, donde todo se disuelve.
“‘Si yo pertenezco a la canalla y soy un canalla, tú deberías pertenecer a ella y serlo también’: con esta lógica se hace la revolución”. Eso también lo escribió Friedrich Nietzsche.