Consejero Académico de Libertad y Progreso. Investigador de anti corrupción y estafas
LA NACIÓN – La Argentina está quebrada, profundamente quebrada, y no fue arrastrada a esta situación por un infortunio, como podría ser la catástrofe sanitaria que ahora sufre el mundo a causa de la pandemia. A menos que se quiera identificar el infortunio con el gobierno que hoy padece la nación entera, pero en esto reside, precisamente, el nudo de la cuestión.
Una de las virtudes de la democracia consiste en su capacidad de hacer soportar, a quienes eligen, el resultado de sus decisiones. Se trata, en definitiva, de la consecuencia del libre albedrío. Está claro, sin embargo, que una buena parte del pueblo –el 41% en este caso– jamás hubiera adoptado una decisión así (¿pagará –pagaremos– una culpa de omisión?). También es cierto que hay otra parte que hubiese elegido siempre de este modo, cualesquiera fueran las consecuencias, por motivos que tienen que ver más con la psicología que con el propio beneficio. Pero existió –como existe en todos los países donde hay elecciones libres– una franja de votantes que inclinan la balanza hacia un lado o hacia otro y que hoy se sienten engañados.
Si el engaño era muy burdo para ser creído; si había demasiados precedentes como para no caer en la misma trampa; si se ignoró otra vez la fábula y la naturaleza misma que enseña que el escorpión picará invariablemente a la rana, todo esto es también materia de otro análisis. No todos creen el cuento del tío. De hecho, hay una mayoría que no lo cree, pero no por eso el cuento del tío deja de ser una estafa. Solo que, en la política, se trata de una estafa en la que los estafados arrastran en su caída a los que conocían de sobra la mentira.
Y así empezaba el fraude de la segunda temporada, con una careta sonriente que decía a quienes quisieran escuchar, a quienes todavía no hubieran estado suficientemente asqueados de los primeros capítulos, que volvían para ser mejores.
Lo primero que quebraron fue la autoestima de la nación, para dejar, en algunos, la certeza humillante de la estafa y, en otros, la impotencia de haber sido transportados a la fuerza hacia el destino de un engaño en el que nunca creyeron.
La humillación fue una decisión deliberada. Uno de los primeros actos destacados de Gobierno consistió en una suelta masiva de presos.
Lo mismo que el birlador que, en medio de su fuga, se da vuelta para mostrar al despojado el objeto del robo, así se burlaron los funcionarios de la angustia y la indignación del pueblo trabajador al que se obligaba a encerrarse en sus casas mientras los asesinos y violadores volvían a las calles y los funcionarios corruptos, a sus lujos y a sus fiestas.
Nadie libera presos por política. Ningún pueblo acepta de buen grado la convivencia con delincuentes. El abolicionismo no trae votos. No existe otra explicación para semejante insensatez que el deseo de humillar a la clase media con la degradación de su valor más preciado, que es la seguridad. En definitiva, es una muestra de resentimiento desde el poder y una muestra de poder desde el resentimiento. Quien se siente humillado trata de humillar.
La ruptura de la seguridad que venía fortaleciéndose desde hacía cuatro años fue parte de la quiebra. Se rompió, otra vez, la relación lógica entre policía y delincuente, la que en cualquier país presupone que el policía es el que está al servicio del pueblo y a quien se debe proteger, y el delincuente es una irrupción violenta en la vida de la comunidad, cuya jerarquía no puede estar por encima de los agentes del orden y, por supuesto, de las víctimas.
Y llegó también, por cierto, la quiebra en su sentido propio; la bancarrota en cadena de decenas de miles de empresas a las que se obligó a cerrar sus puertas innecesariamente, brutalmente, masivamente, sin la mínima evaluación de la incidencia que sus actividades pudieran tener en el contagio, sin la menor preocupación por la búsqueda de una solución alternativa, de un protocolo que permitiera a la gente trabajar, procurar su sustento diario, ganar siquiera para pagar los impuestos confiscatorios que sirven para mantener a la única organización que salió ilesa de la pandemia: el aparato burocrático del Estado y sus indignantes privilegios.
Toda la política del Gobierno está encaminada a la destrucción de las pequeñas y medianas empresas y a la huida de las grandes compañías sanas que quedan en el país. ¿Qué gobierno ataca a sus empresas emblemáticas, a sus gallinas de los huevos de oro, a los sectores que generan el mayor volumen de divisas y a los innovadores que, desde una nación con permanentes dificultades, tuvieron la virtud de crecer y expandirse por el continente?
¡Cómo no mencionar, además, la quiebra de la salud pública que provocó la muerte de decenas de miles de personas, por el rechazo caprichoso –por decirlo en términos demasiado benévolos– de 14 millones de vacunas!
Fueron también quebrados los vínculos de la Argentina con el mundo, que representan el modo de convivencia que deseamos tener en el planeta, el estilo de vida con el que congeniamos, las posibilidades de crecimiento económico y cultural para las actuales y futuras generaciones. Una vez más se llevó a la nación a los suburbios de la Tierra, a la alianza con las dictaduras a las que los actuales funcionarios no llaman dictaduras, con los regímenes que hacen desaparecer a sus ciudadanos, que, en este caso, no son desaparecidos, no son torturados, no son masacrados, desde la visión cínica de las autoridades argentinas.
Y por otro lado, casi silenciosa, aparece la quiebra del territorio, que el Gobierno entrega livianamente en el sur a los enemigos de la Argentina. ¿De qué otra manera podría llamarse a quienes no reconocen la jurisdicción nacional, repudian y queman la bandera celeste y blanca, izan la propia, incendian bosques, iglesias, casas, vehículos, amenazan a sus propietarios, ocupan por la fuerza parques nacionales y predios particulares y ejercen una permanente hostilidad hacia nuestra nación? La burocracia gubernamental ha privilegiado a la Resistencia Ancestral Mapuche por sobre la población digna que trabaja y respeta las leyes. Es, una vez más, la sublimación de lo peor, la traición en los términos de la Constitución nacional: “La traición contra la nación consistirá únicamente en tomar las armas contra ella o en unirse a sus enemigos prestándoles ayuda o socorro”.
La RAM ha tomado las armas contra la nación, contra sus fuerzas de seguridad, contra su territorio y contra sus ciudadanos. Mientras tanto, el Gobierno les presta a sus miembros ayuda y socorro y se une a sus reclamos contra los vecinos legítimos; en realidad, contra la patria misma. Todo eso mientras se declama “soberanía”.
Finalmente, tanta podredumbre ha quebrado, una vez más, el valor de la palabra. No importa que la palabra del hoy presidente ya hubiera estado devaluada con sus incontables máscaras, hoy caídas. La palabra tiene un valor de ejemplaridad por sí misma y, cada vez que alguien la pisotea impunemente, ella se resiente para el conjunto, pierde la sacralidad de la que ha sido dotada como instrumento de certeza, de gratitud y de concordia.
Las empresas quiebran cuando no pueden hacer frente a sus deudas; las naciones, cuando a los pueblos se les arrebata el motivo para existir como tales.