El inmortal Adam Smith

Consejero Académico de Libertad y Progreso

La Nación
Merece los laureles del recuerdo. Este hombre vivió y creó sus principales obras antes de la Revolución Francesa. Es importante reconocer su visión profética en tiempos confusos y ardientes. Su cerebro estaba provisto de un enorme telescopio, que se tardó en advertir. Sus descubrimientos sobre aspectos decisivos de las conductas humanas tuvieron una repercusión notable en el devenir de los siglos. Sus datos biográficos generan sorpresa, porque revelan una personalidad enmarañada, que atrapa informaciones diversas. Y a las que somete a un filtro y análisis cuidadoso, incansable, crítico.

Nació en Escocia y se enlazó con personalidades que también contribuyeron a enriquecer su corajuda visión humanística. Supuso que la moral y la filosofía, a las que investigó y sobre las cuales dejó páginas notables, serían el principal legado que podía construir. Pero, provisto de humildad, no advirtió que sobrepasaba ese nivel y pasaba a ser el padre de la moderna economía. Sus observaciones superaron las utopías caducas de su tiempo y de algunos tiempos que le sucederían. El marxismo y otras teorías de trágicas consecuencias, así como las mentiras del populismo, han generado miseria, odio y decadencia mental. No se atreven siquiera a compararlas con los aportes de Adam Smith. Los dejan a un costado porque relumbran. Solo se limitan a citarlo, como a un clásico viejo, caduco, aburrido.

La obra trascendental de este genio fue La riqueza de las naciones. No se limitó a elaborarla durante años, decidirse a escribirla con la mayor objetividad y editarla, sino que la siguió sometiendo a inclementes ajustes con cada reedición, como si estuviese corrigiendo los papeles de un estudiante mediocre. Durante años, mediante investigaciones adicionales, reflexiones, pruebas y contrapruebas que mantuvieron vivo el interés de sus ideas. Los amigos advertían que su rostro sereno escondía una máquina en permanente actividad. A menudo lo encontraban perdido, lejos de su casa, pensando. Se preocuparon por su salud. Lo invitaban a comer, beber, a reuniones sociales. Algunos se burlaban creyéndolo “triste como un perro”. Pero no estaba triste, sino navegando en las aguas de su océano lleno de rutas que debía explorar. Movía el jarro de cerveza, pedía que le repitiesen una pregunta reciente, olvidaba su abrigo, sabía que era un insocial y trataba de saludar con afecto, pero sin recordar con precisión a quién saludaba. Muchas veces lo acompañaban a su casa y lo ayudaban a preparar la comida o lavar la ropa.

Dejando en relativo descanso las múltiples inquietudes humanísticas sobre las que seguía escribiendo y dando clase, perseveraba en los asuntos que le darían originalidad. Y que lo convirtieron en el padre de la economía moderna. Demostró que el mercado libre –que muchos ignoraban o no lo entendían o reducían a las verdulerías– era el motor del progreso. La palabra “mercado” se asociaba y muchos aún asocian a las ventas y las compras. No es así: incluye hasta la cultura. Nadie en particular lo ha inventado, es producto de las agrupaciones humanas. Por lo tanto, se hunde en la prehistoria y fue creciendo paulatinamente. El motor de su desarrollo es el comercio, que no se limita a los bienes materiales, sino también a provenientes del espíritu, el arte y todo lo que intercambian los seres humanos. Su funcionamiento produjo la maravillosa división del trabajo. Sin saberlo, todos los integrantes de una sociedad –sean vendedores, pensadores, compradores y productores– contribuyen a que esta máquina funcione y haga avanzar al conjunto, con menos o mayor beneficio para cada sector o individuo. Donde esta máquina mejor funciona es donde más enérgico es ese progreso. En cambio, donde esa máquina es bloqueada, el atraso es mayor para todos, excepto para los pocos individuos que se benefician de ese bloqueo. Ojo: siempre hay sujetos que perturban el beneficio general; mienten al proclamar lo contrario.

Otro dato interesante –y que sigue siendo cuestionado hasta ahora– es el de la propiedad privada. Haría reír a Adam Smith, y hace reír a todos los que se detienen a reflexionar. Resulta grosero que en numerosas sociedades que se denominan cristianas desconozcan su importancia cardinal. Señalo esto porque ya en los Diez Mandamientos el séptimo ordena: “No robarás”. Si se condena el robo, obviamente está prohibido apropiarse de algo que pertenece a otro. Si “pertenece” a alguien, existe la propiedad. Esto ha sido descubierto desde la antigüedad más remota.

Adam Smith desconcertó con algo más escandaloso aún: demostró que el progreso no se debe a la caridad, sino al egoísmo. Dijo textualmente: “No obtenemos los alimentos por la benevolencia del carnicero, del cervecero o el panadero, sino por la preocupación que tienen ellos en su propio interés, sus necesidades, sus ambiciones”. No nos dirigimos a sus sentimientos humanitarios, sino a su egoísmo, cuando reclamamos esos objetos, porque de lo contrario ellos no producirán ni se ocuparían de exhibir sus productos y venderlos. Ocurre que la palabra egoísmo se ha cargado de color negativo, sin entenderse su funcionalidad. El egoísmo no debe ejercerse contra el prójimo, sino para atenderse a uno mismo sin dañar al otro. Y el otro debe comportarse del mismo modo. El mundo no funciona sobre la base de la clemencia.

Utilizando distintas palabras, puede decirse que siempre se actúa según el deseo o el interés de cada uno. Es propio de la vida en general. Los esfuerzos que se realizan para incrementar la solidaridad y el bien de amplias comunidades oscurecen el motor que trabaja desde el fondo de los inconscientes. Un sabio se esmera en señalar los caminos virtuosos y un delincuente, en realizar un exitoso delito. Pero cada uno opera sobre la base del impulso que le llega desde sus oscuras profundidades. Es horrible lo que suele hacer el delincuente, pero opera siguiendo su deseo, no el del otro.

Agrega Adam Smith: “La propiedad que cada hombre obtiene de su propio trabajo es sagrada y debe ser inviolable, puesto que es la base de los demás beneficios”. Los agricultores florecientes odian la agricultura colectiva, porque solo les ofrece apenas una ganancia ínfima por un trabajo adicional. Lo mismo ocurre con los trabajadores más productivos de una fábrica, quienes pierden interés en ser más productivos si no se recompensan sus esfuerzos. En todas partes brota el descontento cuando se intenta obligar a obedecer en todo, incluso en el pensar. Entonces el ser humano baja al sótano de la esclavitud.

Su voluminoso libro reclama una lectura cuidadosa, porque soluciona muchos de los conflictos que perturban hasta hoy. Este pensador sería atacado a pedradas debido a las ideas prejuiciosas que atan a muchas personas hasta el presente. Las piedras serían arrojadas por quienes suponen que responden a la más elevada moral, sin darse cuenta de que esa moral es reaccionaria.

No es casual que el mismo lúcido pensador que limpió de barro las equívocas ideas sobre los secretos de la riqueza haya sido un obsesivo investigador de la ética. Tampoco es casual que talentos nutridos por la fuerza de una cultura iridiscente como los de Mario Vargas Llosa y Alberto Benegas Lynch (h.) lo hayan homenajeado desde hace mucho, al hacer más comprensibles sus ideas y las de sus sucesores

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