Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
LA NACIÓN – Por Alberto Benegas Lynch (h) – El tratamiento a los jubilados en nuestro país es una vergüenza. No se necesita ser un experto en matemática financiera ni ser un actuario para percatarse de la estafa monumental de que han sido objeto los jubilados de un largo tiempo a esta parte, comenzando con el peronismo, que arruinó patrimonios de inmigrantes y sus descendientes, en tiempos en que tenían vigencia los valores alberdianos en quienes pudieron ahorrar y comprar terrenitos y departamentos para alquilar y así prever su futuro. Todo esto fue liquidado por las nefastas leyes de alquileres y desalojos, para consolidar el robo con cajas estatales financiadas con aportes obligatorios bajo el sistema de reparto, que está quebrado desde el momento inicial. Esto a diferencia del sistema de capitalización, que permite que cada uno lleve su cuenta en la administración del fruto de su trabajo a interés compuesto.
No son nunca suficientes los calificativos que pueden usarse para describir el permanente saqueo a los jubilados. Son personas que han trabajado décadas y décadas para recibir miserables mendrugos que no guardan relación alguna con lo que les han descontado mes a mes de sus salarios. Un insulto a la inteligencia y, sobre todo, un asalto a la decencia más elemental.
En un momento dado, en medio de corrupciones varias en distintas reparticiones y también en la presidencia pero ajenas al Ministerio de Economía, se ofreció desde ese lugar la opción a los jubilados presentes y futuros de ingresar en un sistema de capitalización, lo cual aceptó la inmensa mayoría de la población. Este sistema encaminado en la buena dirección fue nuevamente objeto de un atraco escandaloso para volver al sistema estatista empobrecedor, para que los megalómanos pudieran echar mano a la propiedad ajena, y otra vez los jubilados se encontraron a merced de burócratas inescrupulosos, al efecto de fortalecer entidades estatales y manotear los ingresos de gente indefensa.
Es importante destacar la errada premisa de sostener que si el aparato estatal no se ocupa de que la gente aporte coactivamente nadie preverá para su vejez. Este disparate conceptual no solo se da de bruces con el antedicho comportamiento de los inmigrantes en nuestro medio, sino que los mismos que suscriben este pensamiento no siguen el razonamiento hasta sus últimas consecuencias: con ese criterio de la irresponsabilidad generalizada, cuando se cobre la pensión habrá que destinar un policía para evitar que el titular se emborrache en el bar de la esquina, con lo que así se cierra el círculo macabro del Gran Hermano orwelliano.
Cada persona debería poder usar y disponer de lo que honestamente obtiene de su trabajo como mejor le parezca, con sistemas de pensiones privados locales o internacionales, inversiones en activos varios o combinaciones distintas que le ofrezcan los mercados liberados de la prepotencia de gobernantes que, además del bochorno señalado, reiteradamente usan las instituciones de jubilados para financiar sus oscuras componendas, cuando no para sus propios bolsillos a través de diversos subterfugios.
Hay varias maneras de resolver el grave problema que confrontamos a raíz de este miserable maltrato a los jubilados, sin caer en el error mayúsculo de pretender retoques circunstanciales que no van al fondo del horror que se está viviendo (si es que puede decirse con justicia que es una forma de vida la que llevan los jubilados, con migajas que en muchos casos ni siquiera les permiten sobrevivir).
Antes de hacer la propuesta es relevante hacer referencia a las mal llamadas “empresas estatales”, pues se conecta con ellas una de las salidas posibles al aludido tormento a jubilados. Decimos mal llamadas pues una empresa tiene la característica de arriesgar capital propio de modo voluntario y no arriesgar recursos de otros por la fuerza; eso es más bien un aparato infernal y no una empresa. Si además estos aparatos son deficitarios, monopólicos y prestan pésimos servicios, la situación no puede ser peor. Pero aun sin estos esperpentos la asignación de los siempre escasos factores productivos se destina a campos a los que la gente no los habría asignado (si el aparato estatal hace lo mismo que las personas hubieran elegido, no tiene sentido la intervención, con los consiguientes ahorros de honorarios). Por último en esta línea argumental, si se dice que hay que hacer excepciones con áreas antieconómicas puesto que ningún privado las encarará, es de gran importancia subrayar que en la medida en que se encaran proyectos antieconómicos se derrocha capital y consiguientemente se contraen salarios e ingresos en términos reales, es decir, se incrementa el empobrecimiento y por tanto se expanden las zonas inviables.
Varias veces he sugerido que una vez que se reduzca el astronómico gasto público y se ponga en un cauce razonable la maraña impositiva vigente, habría que explicitar lo que está hoy implícito y oculto tendiendo a que según la capacidad contribuyente de cada uno se haga cargo de los jubilados para abrir posibilidades de que los futuros puedan destinar lo suyo como les parezca mejor. En este contexto, sin embargo, el pasivo gubernamental referido a las pensiones se convertiría en un pasivo contingente vía un organismo que haga el seguimiento de los pagos y corrija eventuales desvíos cuando un contribuyente se queda sin trabajo o cuando se produzca una baja.
Hace tiempo con Martín Krause publicamos el libro Proyectos para una sociedad abierta (Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1993). En el capítulo “Jubilaciones: cuenta regresiva a la miseria”, detallamos la historia argentina de los sistemas de pensiones y las notables contribuciones de emprendimientos privados para atender la vejez en el pasado, junto a propuestas para desembozarse de los entuertos monumentales del sistema estatista.
Mucha razón le asiste al premio Nobel Friedrich Hayek cuando escribe que hay la manía de abundar en “lo social” sin advertir que ese adjetivo unido a cualquier sustantivo lo convierte en su antónimo. Por ejemplo, justicia social, que significa sacarles a unos lo que les pertenece para entregarlo a otros, a contramano de “dar a cada uno lo suyo”.
También en su momento propuse que las denominadas empresas estatales con patrimonio neto positivo en sociedades anónimas entreguen acciones sin cargo a los empleados de las mismas. Mi hijo Joaquín aludió a la posibilidad de unir ambas preocupaciones en una propuesta, a saber, la entrega de acciones a jubilados y actuales aportantes, que como contrapartida saldaría a valor presente el compromiso de pensiones futuras, lo cual apuntaría a resolver dos problemas en simultáneo: el de los jubilados y fortalecer la propiedad de cada cual para darle en el futuro el destino que estime apropiado, y simultáneamente deshacerse del estropicio de las llamadas empresas estatales que carcomen los ingresos de todos.
En todo caso, se trata de abrir un debate respecto de dos asuntos que revisten la mayor de las importancias, uno referido a la dignidad de los jubilados presentes y futuros y el otro que se remonta a un descalabro que viene arruinando las perspectivas de progreso de un país que en su momento ha sido la admiración del mundo y que parcialmente se ha convertido en una pocilga moral y material merced al avance de un Leviatán desbocado.