INFOBAE – Por Edgardo Zablotsky, Consejero Académico de LyP – Primer comienzo de clases luego de dos años de la mayor tragedia educativa que ha sufrido nuestro país. Una vez más hemos optado por hacer la del avestruz, y ocultar la realidad. Una nota de Infobae de hace pocos días provee clara evidencia de ello: al menos ocho provincias decidieron flexibilizar las condiciones para que los alumnos pasen de año, imponiendo cambios en las normativas con el objetivo de facilitar la promoción al siguiente curso en la secundaria: Santa Cruz, Santa Fe, Buenos Aires, La Pampa, Misiones, Tucumán, San Juan y Catamarca.
Veamos el caso más extremo, Santa Cruz donde, sencillamente, el gobierno decidió que en la escuela secundaria todos los alumnos promocionen aún si hubiesen reprobado la totalidad de las materias. ¿El argumento esgrimido? “Es necesario considerar a los/as estudiantes, como sujetos en proceso de formación permanente, atravesados por las condiciones heterogéneas en los que sus aprendizajes han tenido lugar”, admitiendo, de hecho, la falta de acceso a una adecuada educación durante la interrupción de las clases presenciales en virtud de la pandemia.
Cómo no pensar en que muchos de estos jóvenes son los mismos chicos que en el año 2017 fueron víctimas del paro docente de mayor duración en la historia reciente de nuestro país. Más de 100 días sin clases, el ciclo lectivo recién comenzó en agosto. Más de 70 mil estudiantes perdieron el año o lo aprobaron engañándonos a nosotros mismos, pues es imposible desarrollar adecuadamente los contenidos sin extender significativamente el año lectivo en los hechos, no solamente en la letra de resoluciones gubernamentales.
Por supuesto, en ese entonces, el gobierno provincial anunció un nuevo calendario con el objetivo de salvar, por así decirlo, el ciclo 2017. Dicho calendario indicaba que las clases debían comenzar el 14 de agosto, incorporándose los sábados y extendiéndose hasta el 31 de marzo de 2018, manteniéndose el receso de verano sólo durante enero. Durante 2018 continuaría el dictado de clases los sábados. De cumplirse lo pautado, el ciclo lectivo 2017 hubiese contado con 160 días y el 2018, con 207 días de clase. Mejor imposible, ¿pero algún lector piensa que eso sucedió? ¿207 días de clase en 2018?
Comparemos ello con realidades mucho más terribles. A modo de ilustración, una nota de agosto de 2017 del Jordan Times describía que, en Jordania, país que había recibido una gran cantidad de refugiados de la guerra en Siria, más de tres mil estudiantes se habían matriculado en el Programa de Escuelas de Verano, administrado por el Ministerio de Educación y apoyado por UNICEF, con el objetivo de proporcionarles clases adicionales para completar el año académico. El programa estaba dirigido a los niños refugiados que perdieron el primer semestre al no haber podido asistir a la escuela, en virtud de la guerra.
Nadie duda que lo central son los aprendizajes y no la forma de evaluarlos, pero las evaluaciones proveen información, aunque nos cueste tanto admitirlo. Muchos jóvenes que hoy cursan el secundario en Santa Cruz son los mismos chicos que fueron afectados por el paro docente en 2017 y, por supuesto, por los dos años de pandemia. De haber sido resilientes, de no haber abandonado su educación frente a todos estos hechos, ¿con qué capital humano culminarán a los 17 años la, mal llamada, educación obligatoria? ¿Cómo habrán de ingresar con éxito al mundo laboral? O, de optar por seguir estudios universitarios, ¿cuántos de ellos los culminarán?
¿Igualdad de oportunidades? Una fantasía de nuestro imaginario. Toda comparación es dura, pero son útiles para despertarnos y comprender que nada justifica el no proveer educación de calidad a todos nuestros chicos y jóvenes. Pensemos sino en la tremenda tragedia que vive el pueblo ucraniano, donde en las escuelas que aún permanecen abiertas los padres envían a sus hijos provistos de stickers que indican su grupo de sangre. Sobran las palabras.
No hagamos como el avestruz, si deseamos cambiar la realidad primero debemos conocerla, es claro que el pasar automáticamente de año a los jóvenes no contribuye a ello sino a ocultar, una vez más, una de las peores tragedias que enfrenta nuestro país.