LA NACION – Por Carlos Manfroni – Hasta que comenzó, a fines del mes pasado, la invasión de Ucrania por parte de Rusia, y desde la caída del Muro de Berlín, en 1989, creíamos que habíamos entrado en una era de paz. El desmembramiento de la Unión Soviética y, con él, la culminación de la derrota de los Estados fuertes y expansivos habían dado un respiro a la humanidad. La riqueza procedente de la innovación tecnológica y las comunicaciones habían relativizado el valor de la posesión de territorios y, además, el comercio entre naciones que poco tiempo antes eran enemigas pacificaba al mundo. Continuaban, soterradas, las batallas contra el narcotráfico y, a los ojos de todos, las acciones terroristas.
La invasión nos devolvió al siglo XX, el más sangriento de la historia conocida, y a la práctica de los crímenes de guerra.
En la televisión y en las redes, por primera vez en tiempo real, vemos bombardeos a poblaciones civiles, ataques a edificios a los que nada vincula con instalaciones militares, incluso a escuelas y hospitales, y ya comienza a hablarse de violaciones de mujeres, una práctica aberrante que se ha visto sobre todo en las tropas eslavas durante el siglo pasado. Todos esos hechos y muchos otros constituyen crímenes de guerra. La posibilidad real de que sean juzgados es una cuestión aparte, pero lo son, de acuerdo con los estatutos internacionales.
Vladimir Putin ni siquiera limitó su avance hacia las zonas de Donetsk y Lugansk, que él mismo proclamó independientes, o incluso a la franja este de Ucrania, sino que impulsó un ataque generalizado sobre todo el territorio.
Rusia integró, en octubre de 1945, por entonces como Unión Soviética, el Tribunal Militar de Núremberg, junto con Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, a fin de juzgar “a los principales criminales de guerra del Eje europeo” que actuaron antes y durante la Segunda Guerra Mundial. En el estatuto que firmaron las cuatro potencias se establecieron las características de los crímenes de guerra, entre ellas: “planificar, preparar, iniciar o librar guerras de agresión”, el asesinato de población civil, “la destrucción sin sentido de ciudades o pueblos o la devastación no justificada por la necesidad militar”.
En los Principios de Núremberg también se definieron los delitos de lesa humanidad, que comprendían, entre otros, los actos inhumanos cometidos contra cualquier población civil cuando fueran llevados a cabo al perpetrar un delito contra la paz o un crimen de guerra, así como la persecución racial, política o religiosa.
En el Principio IV se dispuso que “el hecho de que una persona haya actuado en cumplimiento de una orden de su gobierno o de un superior jerárquico no la exime de responsabilidad conforme al derecho internacional, si efectivamente ha tenido la posibilidad moral de esa opción”.
La “posibilidad moral” de optar por cumplir o no una orden en un régimen militar es algo bastante difícil de determinar. Las acusaciones de traición, desobediencia o deserción tienen las peores consecuencias en una estructura castrense. Sin embargo, hay casos en los que la responsabilidad del subordinado resulta evidente. Esto ocurre a diario en Ucrania, por ejemplo, en las escenas que vimos en las pantallas de un tanque que se desvió de su marcha con el propósito de aplastar a un automóvil civil –y lo hizo– o de otro que disparó con su cañón contra un vehículo particular o de quienes atacan colegios u hospitales. También, por supuesto, en los casos de violación de mujeres ucranianas u otras formas de agresión o maltrato a los pobladores de las regiones invadidas y que exceden las acciones militares. Por las acciones militares deberían responder Vladimir Putin y los generales que hayan preparado la ofensiva, algo que en los hechos dependerá de la forma en que termine el conflicto.
Tal vez, por ese motivo, el Tribunal de Núremberg dictó solo doce condenas a muerte y unas pocas a prisión, además de algunas absoluciones. Las condenas involucraban a los principales jerarcas nazis que cometieron u ordenaron crímenes horrendos contra la población civil.
Por su lado, los Estados perjudicados iniciaron sus propios juicios. El más famoso fue el que tuvo lugar contra Adolf Eichmann en Jerusalén, capturado en la Argentina en 1960 y juzgado en Israel. Allí, después de aproximadamente un año de proceso durante el cual el acusado y los testigos prestaron extensas declaraciones, se lo condenó a muerte. Aun en este caso, se tomó especialmente en cuenta el hecho de que Eichmann había aceptado voluntariamente su ingreso en las SS y después en la SD, que se convirtió en el centro de información de la Gestapo, aunque él alegó desconocer la naturaleza de la organización en la que había entrado.
“Saber si Eichmann mentía o decía la verdad tenía cierta trascendencia en el juicio, ya que en la sentencia debía declararse si había aceptado voluntariamente su cargo o si lo habían destinado a él sin contar con su voluntad”, cuenta textualmente Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén.
Casi siempre los juicios consecuentes a la Segunda Guerra tomaron en cuenta al autor de las órdenes, las responsabilidades personales y la posibilidad real de haber desobedecido las instrucciones. No se juzgó a las personas por el solo hecho de haber pertenecido al ejército enemigo ni por haber estado en una posición pasiva en un lugar determinado. Todo esto aun cuando en el caso de la población judía de Alemania y los países ocupados, ella ni siquiera era una fuerza beligerante ni había cometido actos de agresión contra el Estado.
En el caso de Ucrania, si la política y la diplomacia de Occidente, como algunos análisis indican, no actuaron con la prudencia y la habilidad necesarias para evitar la guerra, esto es algo que la historia analizará a corto plazo, pero, como siempre, los excesos resultan injustificables. Y en este caso los excesos son nada menos que el todo y tienen dimensión de hecatombe.
Rusia no puede situarse al margen de los estatutos en los que actuó como juez en Núremberg y, además, como señaló Hannah Arendt, incluso en esa oportunidad se le podría haber aplicado a la Unión Soviética el argumento tu quoque (tú también), por las matanzas que había llevado a cabo en Polonia y en su propio territorio. Esto si no fuera que para entonces ya ejercía su poder sobre la mitad de Europa.
Por otro lado, la Unión Soviética firmó el Protocolo I de los Convenios de Ginebra, que prohíbe los ataques indiscriminados, que son los que no se dirigen contra un objetivo militar específico o emplean medios que no puedan ser dirigidos a un objetivo militar específico.
El Estatuto de Roma, que creó el Tribunal Penal Internacional, fue suscripto por Rusia, que nunca lo ratificó y retiró su firma en 2016.
En 1993 se constituyó el Tribunal Internacional para la ex-Yugoslavia, bajo cuya jurisdicción fue detenido el presidente Slobodan Milosevic, en 2001. En 1994 se creó otro destinado a castigar el genocidio de Ruanda. Lamentablemente, a pesar de las atrocidades que se investigaron y condenaron en ellos, la experiencia demuestra que el juzgamiento de crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad está determinado por la posición de fuerza con la que cada uno queda tras el final del conflicto.