Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago. Rector de la Universidad del CEMA. Miembro de la Academia Nacional de Educación. Consejero Académico de Libertad y Progreso.
CLARÍN – En abril de 2015 publiqué en este mismo espacio una nota titulada “Planes sociales: ¿para qué sirvieron?”. La misma se fundaba en las 8.000.0000 de personas que recibían por ese entonces algún tipo de plan social. La misma fue seguida por otras cinco columnas, a lo largo de los años, con una propuesta concreta: educación para el trabajo.
Remarqué en cada una de ellas una obviedad: la mayoría de los beneficiarios de los planes sociales carecía de capital humano para reinsertarse en la sociedad productiva, por lo cual propuse incentivarlos a concurrir a una escuela de adultos o a un programa de entrenamiento profesional, como requisito para cobrar su asignación. ¿Cuántos menos ciudadanos dependerían hoy de la ayuda del gobierno si se hubiese implementado dicha propuesta años atrás?
La lógica de esta idea no es nueva; podemos encontrarla hace más de 800 años en el pensamiento de Maimónides, quien colocaba en la más alta escala de la filantropía el dar a un pobre los medios para que pueda vivir de su trabajo sin degradarlo con la limosna abierta u oculta.
Pensamientos embuídos de una lógica similar los encontramos en las más diversas fuentes. Por ejemplo, Juan Pablo II, en un discurso pronunciado el 3 de abril de 1987 en Santiago de Chile, expresó: “El trabajo estable y justamente remunerado posee, más que ningún otro subsidio, la posibilidad intrínseca de revertir aquel proceso circular que habéis llamado repetición de la pobreza y de la marginalidad. Esta posibilidad se realiza, sin embargo, sólo si el trabajador alcanza cierto grado mínimo de educación, cultura y capacitación laboral, y tiene la oportunidad de dársela también a sus hijos”.
La encontramos también en académicos, como el Premio Nobel de Economía Eric Maskin, quien, durante una conferencia llevada a cabo en Perú, en noviembre 2014, afirmó que “los programas sociales pueden proteger de los efectos de la pobreza extrema pero este efecto es de corto plazo, no va a reducir el problema a largo plazo”. ¿Cuál es en su opinión la solución para el problema de la pobreza y la desigualdad en el largo plazo?
En sus propias palabras el diagnóstico es unívoco: “la población que no tiene capacitación queda marginada o detrás de los trabajadores que sí están capacitados”. De igual forma, la solución también lo es: “la población debe tener los medios para ganarse su propio sustento y los programas sociales pueden ayudarles a llegar a ese punto dándoles asistencia, educación y capacitación laboral”.
Hemos perdido muchos años, la realidad es tremenda, cada vez más argentinos subsisten en base a planes sociales que atentan contra su dignidad. Incentivar a que todo beneficiario concurra a una escuela de adultos, preferentemente técnica, con el fin de completar su educación formal, o que tome cursos de entrenamiento profesional en un amplio menú de actividades productivas, como requisito para hacerse acreedor al subsidio, facilitaría su reinserción en la sociedad productiva.
Imaginémonos si se implementase hoy una política imbuida de este espíritu. ¿Cuántos menos argentinos dependerían del apoyo del Estado de aquí a unos pocos años? ¿Cuántos más gozarían de ese sentimiento de dignidad que sólo confiere el llevar a la mesa familiar el pan obtenido como fruto de su trabajo?
El propósito de cualquier política social debería ser la eliminación, tanto como sea posible, de la necesidad de tal política. Exigir a todo beneficiario que retome su educación, como requisito para hacerse acreedor al subsidio, cambiaría su calidad de vida de una manera impensable y permitiría terminar con una sociedad en la que una élite educada mantiene a una clase permanente de desempleados. Educación y trabajo: no existe otra salida para los planes sociales. Es hora de admitirlo.