Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.Doctor en Administración por la Universidad Católica de La Plata y Profesor Titular de Economía de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA. Sus investigaciones han sido recogidas internacionalmente y ha publicado libros y artículos científicos y de divulgación. Se ha desempeñado como Rector de ESEADE y como consultor para la University of Manchester, Konrad Adenauer Stiftung, OEA, BID y G7Group, Inc. Ha recibido premios y becas, entre las que se destacan la Eisenhower Exchange Fellowship y el Freedom Project de la John Templeton Foundation.
La NACIÓN – Los problemas argentinos requieren mucho más que “ordenar la macro”; demandan reformas institucionales sostenibles en el tiempo. No se trata de conseguir financiamiento para postergar pagos de la deuda, evitar o suavizar el ajuste del gasto, o administrar la oferta en el mercado cambiario, hay que producir reformas que impidan la marcha atrás y desperdiciar el sacrificio, generando expectativas de un cambio virtuoso prolongado.
¿Cómo se garantizan la estabilidad y continuidad de reformas para recorrer uno de esos caminos? Nada fácil en un país que dio marcha atrás a la convertibilidad, las jubilaciones privadas o la privatización de YPF. Las alternativas pueden ser varias. Primero, obtener resultados rápidamente (caída de la inflación, del desempleo, reactivación de la producción y el comercio) fortaleciendo la posible continuidad del gobierno que realiza las reformas, o garantizando su continuidad incluso si cambia el gobierno (por ejemplo, Chile, Uruguay o Perú). Los primeros años de la convertibilidad son un caso, también, de que si no se mantiene la disciplina fiscal, se fracasa.
Segundo, que las reformas actúen como un candado que dificulte desandar el camino. La convertibilidad no fue suficiente, la dolarización con elección de monedas sería algo mucho más difícil: Correa no pudo dar marcha atrás en Ecuador, Bukele en el Salvador, tampoco. No es a prueba de balas: Robert Mugabe la impuso y luego “desdolarizó” en Zimbabwe. Aquí se aprobaron leyes de “déficit cero” que no llegaron a ponerse en funcionamiento antes que se las llevara puesta la tormenta. El pacto fiscal de Macri fue derogado por muchos que lo habían votado.
La tercera opción debería ser descartada: reformas institucionales a través de una reforma constitucional. La razón es simple: si se abriera un período constituyente, la actual experiencia chilena sería un ejemplo de cordura respecto de lo que resultaría aquí. James Buchanan, premio Nobel en Economía en 1986, propuso incorporar medidas de disciplina fiscal como límites al crecimiento del gasto público, al déficit fiscal, al endeudamiento, a nivel constitucional, para que fuera mucho más difícil removerlas. Interesante, pero imposible.
Distinto hubiera sido aquel pacto fiscal si se hubiera aprobado como una “ley convenio” que, si bien aparece en la Constitución para cambios en la coparticipación federal, dirán los juristas si pudiera extenderse a reformarlo e imponer restricciones al gasto y el endeudamiento, de gobiernos provinciales y del gobierno nacional. Su aprobación por mayoría absoluta de miembros de cada cámara y de todas las provincias la vuelve más difícil de modificar que la misma Constitución. Claro, también difícil de aprobar.
Una cuarta alternativa es la propuesta de Alberdi para garantizar la estabilidad y el cumplimiento de los principios de la Constitución de 1853: la firma de tratados internacionales con las principales potencias. Alberdi creía que era la única forma de cuidar esos principios. Tampoco se logró: no pudo contener la ola del nacionalismo, fascismo y populismo del siglo XX. En América Latina, México y Chile son los países con mayor cantidad de tratados internacionales de libre comercio. Ambos ahora bajo gobiernos populistas de izquierda. Veremos si los tratados sirven como un límite a ese poder. En nuestro caso, se avanzó con el tratado entre el Mercosur y la Unión Europea, y sería necesario retomarlo, aunque nos dé poco “libre comercio” y tal vez alguna limitación al poder. Esto debería ampliarse a otros países y a la eliminación de barreras dentro del Mercosur.
Quinta opción. Entre los de tratados internacionales está el acuerdo con el FMI. No hace falta explicar que no tiene ningún elemento que promueva reformas y, por lo tanto, no es capaz de sostenerlas. Busca ordenar superficialmente la macro y salvar el pellejo de sus funcionarios, quienes, junto a los del Gobierno, saben que se trata del mejor dibujo posible y que no será cumplido. No promueve reformas institucionales porque no le interesan al FMI y mucho menos al Gobierno. Aquí no hay ningún mecanismo de continuidad ya que no hay nada que cuidar, salvo postergar las cosas hasta que se encargue otro, o nadie.
Ninguna de estas alternativas por sí mismas garantiza reformas institucionales de largo plazo y continuidad en el tiempo. ¿Tal vez una combinación? Un reacomodamiento fiscal serio en el gasto y los impuestos, un shock desregulatorio y una reforma monetaria profunda que disparen el crecimiento, seguidos de un pacto fiscal en formato de ley convenio que modifique el sistema de coparticipación federal de impuestos e imponga límites al gasto, al endeudamiento, y a la creación de nuevos impuestos o suba de los existentes. Reapertura comercial, tratados de libre comercio.
Semejantes reformas requieren un enorme esfuerzo político. Lo demanda la magnitud de la decadencia argentina. Es necesario conseguir múltiples apoyos, no solamente electorales, sino de la opinión pública. Se habla de la necesidad de alcanzar consensos, obvio, ya que reformas de ese tipo requieren la aprobación de muchos, o al menos evitar su rechazo. Tal consenso podría tener, al menos, dos versiones.
Una sería un gobierno compartido durante el período de aprobación y gestión de las reformas, digamos, un período presidencial completo. Parece difícil de alcanzar y promete un consenso que no resolvería los problemas centrales, mantendría los privilegios y protecciones existentes y generaría tímidas reformas con tímidos resultados. Podría conseguirse si la oposición prefiriera no aparecer bloqueando el éxito, o promoviendo el fracaso del nuevo gobierno, pero es dudoso que nos dé ese camino necesario de reformas.
Otra podría ser que la oposición se comprometa a facilitar, o no obstruir, la aprobación parlamentaria de un paquete de reformas profundas y el gobierno las gestione durante su mandato sin mayor necesidad de volver a recurrir a ese apoyo.
Esta opción genera menos costo político para la oposición y desataría un “shock de confianza” que daría crédito para avanzar en las reformas y debilitaría los intereses creados que buscarán detenerlas. ¿Qué oposición estaría dispuesta a aprobar esas reformas si pueden resultar en un cambio de rumbo que fortalezca a quienes las lleven adelante y, por lo tanto, debiliten a los que quedaron afuera? Bueno, una que piense que esos cambios van a llevar al fracaso a quien las implemente. Curiosamente, un poco de cinismo podría contribuir al proceso.
Nobleza obliga. Un gobierno recién votado, con apoyo mayoritario, debería poder llevar adelante lo que propuso a los votantes. Si es que lo propuso, por supuesto. De hacerlo con claridad, la elección sería también un plebiscito del programa propuesto. El primer consenso que hace falta conseguir es el de la opinión pública. La clave es que esa mayoría que considera negativamente la situación actual se convierta en una mayoría positiva a favor de los cambios.
Es un desafío mucho más grande. Criticar es fácil cuando un gobierno se expone a un error tras otro, jugarse a favor de los cambios requiere mucho más. Saquemos la sangre de la frase de Churchill: requiere sudor y lágrimas.