Economista de la Universidad Torcuato Di Tella
LA NACIÓN El reciente anuncio del Banco Central sobre la salida del nuevo billete de dos mil pesos es en alguna medida un guiño a las billeteras voluminosas – aunque no por eso poderosas – dado que, al duplicar la nominalidad, reduce la cantidad de billetes necesarios para realizar compras. Además, agiliza el uso de los cajeros automáticos.
Pero más allá de las obviedades, también es una forma de gasto más eficiente por parte del gobierno. El año pasado, la Casa de la Moneda tuvo serios inconvenientes en la fabricación de billetes, entre otras cosas, por la falta de papel moneda. Por tal motivo, se vio obligada a importar billetes desde España y Brasil. Lo más grave es que se ha llegado a importar billetes cuyo costo fue superior al valor mismo de circulación.
A pesar de la aparente mejoría, uno podría cuestionarse si realmente es algo significativo. Y, a decir verdad, el beneficio es escaso. Actualmente, podemos decir que nuestro “hornero naranja” equivale a unos 2,73 dólares, según el tipo de cambio libre promedio de enero. Consecuentemente, con el lanzamiento del billete de $2.000 – que estará protagonizado por figuras de Grierson y Carrillo – tendrá un valor de 5,46 dólares. Algo que verdaderamente no deja de apenar.
Lo que estamos viendo es el final de una moneda que nació hace 31 años durante la convertibilidad que le dio paridad 1 a 1 con el dólar hasta finales de 2001. En el medio, años de baja inflación y emisión respaldada por reservas. En aquel entonces, el billete más grande en circulación era el de $100, con la cara de Julio Argentino Roca. Su proceso de degradación comenzó en 2002, cuando al salir de la convertibilidad, el tipo de cambio saltó a 1,8 pesos por dólar. Con esto, pasó de valer US$ 100 a algo más de US$ 55. Su fin como billete de mayor denominación fue en junio de 2016, cuando su valor rondaba los US$ 6,8. El sucesor inmediato fue el billete de $500, que ostentó una equivalencia de US$ 32,8 apenas salió (lo mismo que valía el de $100 a principios del año 2006). Lamentablemente, su liderazgo duró menos y en diciembre del año siguiente llegó el billete de $1.000. Si bien esta mejora implicó que el billete más grande tenga un valor de US$54,65, seguía siendo menos que el papel con la cara de Roca en el 2002. Desde entonces, acumulamos 866,21% de inflación y medido en dólares perdió el 95% de su valor.
Como se puede ver, el billete de $ 2000 comenzará a circular como el billete de mayor nominalidad, pero menor valor real. Será equivalente al 5,5% del valor del primer billete de $ 100, al 16,6% del valor del billete de $ 500 y al 10,0% del billete de $ 1000. Aún resta saber cuándo comenzará a circular, pero lamentablemente, con la dinámica del mercado cambiario del último mes, solo podemos esperar que su valor sea incluso menor.
Lo que estamos padeciendo son las consecuencias de una moneda enferma, que ni la vitalidad de los animales o la figura de un médico en el frente del billete podrán curar. La emisión monetaria excesiva solo puede provocar la pérdida de su valor. En el 2022 se ha emitido $1.387.449.129.032 (casi 1,4 billones), que equivale a un incremento del 41% de la base monetaria. En no tanto tiempo, estaremos en condiciones de sacarle 3 ceros más a la moneda y cambiarle su nombre. Esperemos que, en ese momento, la dirigencia política sea consciente de cuidarla y evitar el empobrecimiento de la gente a la cual obliga a usarla.