Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago. Rector de la Universidad del CEMA. Miembro de la Academia Nacional de Educación. Consejero Académico de Libertad y Progreso.
CLARÍN La historia se repite como una cinta sin fin. El 22 de mayo de 2013 la, por entonces, presidente Cristina Kirchner anunció la puesta en marcha del plan Mirar para Cuidar: “Vamos a utilizar a la fuerza de los movimientos políticos, sociales, juveniles para desplegarlos en todo el territorio con la campaña que se va a llamar Mirar para Cuidar. ¿Mirar qué? Los precios. ¿Cuidar qué? El bolsillo del pueblo”.
Hoy, diez años después, el intento se repite como tantas otras veces en nuestra historia. El Programa Precios Justos, como lo señala su página web, “tiene por objetivo reducir la expectativa inflacionaria y tender a la estabilidad de precios en el corto plazo para recuperar el poder de compra de los ingresos de la población”, también señala la página que constituyen “precios acordados para los productos que más consumimos las argentinas y los argentinos”.
Diversos estamentos de nuestra sociedad como, por ejemplo, miembros de sindicatos, miembros de agrupaciones sociales y de movimientos de piqueteros, se sumaron al control de los resultados del programa.
La misma historia, una y otra vez. Es hasta sorprendente ya no siquiera la falta de los más elementales conocimientos, sino también la falta de capacidad de aprendizaje.
En ese entonces publiqué en este mismo espacio una nota que centraba su atención en una absurda asimetría. En nuestro país se incentivaba la participación ciudadana en el supuesto cuidado del bolsillo del pueblo, pero se prohibía su participación en el cuidado efectivo de la educación que recibían sus hijos.
Diez años después nada ha cambiado, tan sólo la tragedia educativa que vivimos se ha acentuado por la política de cierre de escuelas llevada a cabo durante la pandemia.
Los padres continúan siendo los convidados de piedra pues, dado el artículo 97, de la Ley 26.206 de Educación Nacional sancionada en 2006, el cual establece que “la política de difusión de la información sobre los resultados de las evaluaciones resguardará la identidad de los/as alumnos/as, docentes e instituciones educativas, a fin de evitar cualquier forma de estigmatización, en el marco de la legislación vigente en la materia”, no tienen posibilidad alguna de controlar la educación que reciben sus hijos.
Yo me pregunto, ¿quién puede tener más derecho qué los propios padres a conocer el nivel educativo de las instituciones a las que concurren sus hijos?
¿Por qué realizar campañas para la supuesta fiscalización ciudadana de lo incontrolable y, por el contrario, negarse sistemáticamente a modificar una absurda legislación que prohíbe, en la práctica, que aquellos quienes naturalmente son los más interesados en la educación de los niños y jóvenes ejerzan un razonable control sobre las escuelas y que de tal forma contribuyan a cuidar el nivel de la educación recibida por sus hijos?
¿Estigmatización? Por supuesto se debe preservar la identidad de los alumnos y docentes, pero no así de las instituciones educativas. No era posible enfrentar la tremenda situación que ya vivía hace diez años la educación argentina, y que su desmanejo durante la pandemia deterioró aún mucho más, sin la participación activa de los padres. El hacer público el resultado, a nivel escuela, de las evaluaciones despertaría a muchos de ellos y los haría reaccionar.
Es difícil encontrar una evidencia más clara de este hecho que la proporcionada por la reapertura de las escuelas durante la pandemia. Sin el incansable accionar de organizaciones como Padres Organizados, exigiendo el retorno a la presencialidad, el mismo se hubiese llevado a cabo mucho más tarde, dada la férrea oposición de los sindicatos docentes.
¿Precios Justos? Un absurdo. ¿Una educación más justa? Es posible; pero para ello debemos permitir que los mismos padres puedan fiscalizarla. Modificar el art. 97 de la Ley de Educación Nacional es imprescindible, ojalá algún día se comprenda.