Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago. Rector de la Universidad del CEMA. Miembro de la Academia Nacional de Educación. Consejero Académico de Libertad y Progreso.
PERFIL Los idus de marzo. Comienzos de clases, comienzos de paros docentes; un hábito que se repite con regularidad. Es claro que ya constituyen un hecho tan habitual que han dejado de ser noticia, como tampoco lo es el significativo daño sufrido por muchos niños y jóvenes, de sobremanera aquellos de las familias más desfavorecidas económicamente, durante los casi dos años sin clases presenciales.
¿Quién se acuerda de ellos hoy? Mejor olvidarse que existió la pandemia, aumentar el número de materias previas que los jóvenes pueden llevarse de un año al siguiente, o emplear cualquier otra estrategia cosmética para ocultar la tremenda realidad.
¿Los únicos privilegiados son los niños?
A decir verdad, si alguna vez lo fueron, ha sido en tiempos tan remotos que avergüenza el tratar de recordarlo.
¿Qué hacer? ¿Cómo comenzar a cambiar esta realidad? ¿No es hora de que los adultos demostremos que el futuro de nuestros niños y jóvenes nos importa, o es tan sólo una de tantas oraciones que escucharemos, como de costumbre, en un año electoral?¿Quién puede dudar que muchos candidatos prometerán educación de excelencia, igualdad de oportunidades y muchas otras fantasías que quedarán en el olvido al día siguiente del acto electoral?
Es hora de hacer algo. Los niños y jóvenes no pueden realizar medidas de fuerza en defensa de su derecho a la educación. Si nuestro país no privilegia su derecho a aprender, no tendrán futuro alguno en la sociedad del conocimiento en la cual les tocará desarrollarse y nosotros, los adultos, seremos los únicos responsables.
Dos derechos en pugna
¿Es acaso el derecho de huelga más importante que el derecho a la educación? De no ser así, el argumento esgrimido por los líderes sindicales frente a la posibilidad de definirse la educación como un servicio público esencial, si bien aparentemente correcto, dado que un paro docente no representa un riesgo de vida inmediato, debe evaluarse frente al mucho menos sopesado derecho a la educación de los niños, consagrado en nuestra Constitución Nacional.
Veamos los hechos en mayor detalle. Recordemos que la Constitución Nacional reconoce el derecho a la educación implícitamente, por ejemplo, en el artículo 14 al establecer que todos los habitantes de la Nación gozan de los derechos a enseñar y aprender. Explícitamente, en su artículo 75, inciso 22, al incorporar la Convención de los Derechos del Niño, cuyo artículo 28 asume el derecho del niño a la educación. ¿Quién puede afirmar que en la Argentina hoy se respeta el artículo 28 de la Convención, en cuanto a que el derecho a la educación debe poder ser ejercido en condiciones de igualdad de oportunidades?
Por su parte, los sindicatos docentes fundan usualmente su rechazo en los convenios 87 y 98 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), a los que la Argentina adhirió y que tienen rango constitucional y, por ende, jerarquía superior a las leyes. Al respecto, el Comité de Libertad Sindical de la OIT ha establecido que la educación no es un servicio esencial, dado que su interrupción no pondría en peligro la vida, la seguridad o la salud de la población.
Por supuesto, ello es correcto frente a “un paro docente.” ¿Pero podemos utilizar el mismo argumento frente a aquel increíble paro de más de 100 días en la provincia de Santa Cruz o los habituales paros que sufren los niños en la Provincia de Santa Fe, tan sólo para ilustrar dos ejemplos de los muchos que podríamos citar?
Definitivamente no. ¿Quién puede pensar que los días perdidos se recuperan en la realidad? ¿Quién puede imaginarse que un niño que concurre a clases un día sí y otro no, en medio de un clima enrarecido, puede aprender algo? Por supuesto, los niños de familias humildes son los más perjudicados, hablar de igualdad de oportunidades frente a este escenario carece de cualquier entidad.
Por ello, los paros docentes en nuestro país sí involucran un riesgo de vida para nuestros niños y jóvenes, el futuro de muchos de ellos sería radicalmente distinto de poder cursar con normalidad la escolaridad que el Estado tiene la obligación de garantizar. ¿No es razón suficiente para definir la educación como un servicio público esencial? Yo creo que sí.
Estamos frente a una posibilidad histórica: consensuar entre el oficialismo y la oposición una ley, tan sólo una, que defienda el derecho a educarse de nuestros niños y jóvenes, víctimas inocentes de las disputas de los mayores. Una ley cuya sanción no representaría un triunfo ni para el gobierno ni para la oposición, sino que transformaría la educación en una política de Estado. Una ley que representaría el comienzo de una nueva Argentina y que nuestros hijos, algún día, nos habrían de agradecer. ¿Alguien puede dudar que vale la pena hacer el intento?