Un necesario recuento
Por Carlos Sabino
Todavía, después de tres años, seguimos sufriendo las consecuencias que, casi todo el mundo, atribuye a la pandemia desatada por el COVID-19. Las mayores economías nacionales, por no decir todas, sufren de una desusada inflación, de desequilibrios económicos y financieros importantes y de tasas de crecimiento escuálidas y muy variables. Todo esto es consecuencia de la pandemia, o al menos a ella se le atribuye este cambio tan significativo y lamentable de nuestro mundo. Pero la verdad, si nos enfocamos en los hechos, es otra, por completo diferente.
Fueron las medidas adoptadas por los gobiernos y no el virus, las que han provocado este inmenso daño. Un daño que no se resume en el breve recuento del párrafo anterior, sino en el de infinidad de vidas que tuvieron -y tienen todavía que someterse, en muchos casos- a insólitas restricciones y a mandatos que vulneran frontalmente las más elementales libertades individuales.
Cuando se conoció la existencia del virus, a comienzos del 2020, se produjeron dos reacciones, tan primitivas como inútiles. Una de ellas fue la de buscar a los responsables de la enfermedad, aparecida por primera vez en Wuhan y producto -se dijo o se insinuó- de una actitud deliberada o maliciosa de algún laboratorio, o hasta del propio gobierno chino. La otra fue el pánico, el pánico repentino y generalizado de una buena parte de la población mundial, que impidió examinar lo que ocurría de un modo racional. Los gobiernos, casi de inmediato respondieron en consecuencia.
Inútil era, para todo propósito práctico, saber qué había sucedido exactamente para desatar la pandemia, aunque es comprensible la curiosidad al respecto y las inferencias éticas y políticas que pudieran sacarse sobre datos verificables. Pero ese, en verdad, no era el problema principal, porque el virus ya estaba con nosotros y, cualquiera fuese su procedencia y origen, lo importante era controlar sus efectos. Allí es, en ese punto, que una desdichada conjunción de circunstancia produjo los nefastos resultados que hemos vivido.
Porque al temor comprensible de la ciudadanía los gobiernos decidieron dar una respuesta desbordada. Ya sea para mostrar que eran comprometidos vigilantes de la salud pública o, tal vez, para aprovechar en su favor esas circunstancias, adoptaron de pronto drásticas medidas que no tenían precedentes en la historia. Se impusieron encierros, cuarentenas, uso obligatorio de mascarillas (barbijos) y vacunaciones obligatorias.
Las cuarentenas, hasta entonces, se limitaban a las poblaciones contagiadas o con alto riesgo de estar incubando una enfermedad: no se dejaba desembarcar, por ejemplo, a los barcos que provenían de ciertas regiones hasta que pasara un tiempo prudencial. En esta ocasión se procedió a la inversa: todos fuimos sujetos a cuarentena, sin discriminación alguna, generando encierros masivos que se mantuvieron por la fuerza y no por 40 días, como denota la palabra cuarentena, sino por tiempo indeterminado. En muchos países esta drástica medida se mantuvo por meses.
El encierro de una buena parte de la población mundial, miles de millones de personas, produjo, como es lógico, severas repercusiones económicas, políticas y psicológicas, afectando severamente a la educación y a muchos trabajadores independientes. El uso de mascarillas, completamente ineficaz para impedir el contagio, se hizo obligatorio y, aún hoy, se mantiene en muchos países para diversas actividades. Sin tomar en cuenta el complejo y eficiente mecanismo biológico de la inmunidad natural, generado a través de millones de años, se pasó a preparar apresuradamente vacunas que no han demostrado ser realmente efectivas y que además han producido innumerables efectos secundarios, aun no conocidos ni estudiados bien.
¿Era necesario tomar estas medidas, realmente atentatorias contra las más elementales individuales? Los datos disponibles muestran que no. El COVID-19 no fue más que una especie de gripe, bastante peligrosa, pero mucho más leve que otras que se han registrado a lo largo de la historia. En los primeros meses de 2020 las cifras fueron preocupantes, aunque para nada alarmantes: solo se registraron contagios en uno de cada mil de los habitantes del planeta, con una tasa de mortalidad de un 6%, alta pero no impresionante. Pero luego, gracias a la llamada “inmunidad de rebaño”, estas cifras cambiaron velozmente, y para bien. Hoy, cuando prácticamente ha llegado el fin de la pandemia, son realmente tranquilizadoras: de la población mundial solo se ha registrado el contagio del 8 por mil y la tasa de mortalidad, acumulada en tres años, ha sido de menos del 1% de los afectados, valor que, para ser objetivos, habría que dividir por tres para tener una idea más exacta de la mortalidad anual. En este último año, según datos confiables, ha fallecido solo uno de cada 10,000 habitantes de la población mundial.
No voy a detenerme a analizar si, detrás de todo esto, hubo alguna especie de conspiración mundial (como dicen algunos) o hasta qué punto macabros intereses económicos o fanatismos ideológicos impulsaron la brutalidad de la respuesta. Pero hay dos puntos que quiero recalcar antes de cerrar estas líneas: por un lado, la facilidad con la que la mayoría de la gente, por miedo, aceptó que se limitaran todas sus libertades y, por el otro, la forma despreocupada y altanera que los gobiernos han asumido ante sus errores.
No podemos echar toda la culpa a los gobiernos, aunque hacerlo así resultaría tranquilizador. Pero quien lucha por la libertad, sin embargo, debe admitir que fue la presión popular, en primer lugar, quien reclamó que se tomaran medidas drásticas y efectivas para controlar la pandemia. Y cuando así se hizo fueron pocos los que reclamaron contra las violaciones a la libertad, y al sentido común, que se estaban produciendo. La pasividad, la aceptación, la obediencia, predominaron en gran parte del mundo, en especial en aquellas naciones que aún se precian de ser heraldos de la libertad.
Y, en el mismo sentido, debe apuntarse que los gobiernos procedieron con total irresponsabilidad: cometieron infinidad de errores que nunca han reconocido, mintieron descaradamente con el pretexto de mantener la salud, establecieron y quitaron medidas a discreción, asumiendo una sabiduría que no poseían y ejerciendo sin recato todo el poder que poseen. Nadie ha pedido perdón por los cuantiosos daños causados, nadie -siquiera- ha aceptado que se cometiera algún error.
Dejo aquí estas reflexiones, que encierran una auténtica preocupación por el futuro: ¿qué pasará la próxima vez que alguien, una organización o un gobierno, declaren que estamos en emergencia por una nueva amenaza a la salud? ¿Repetiremos conductas a todas luces nocivas o actuaremos con más serenidad y sentido de la realidad? Creo que, en todo caso, debemos discutir estos temas para prepararnos para combatir el grave peligro que se cierne sobre todos los habitantes del planeta.